miércoles, 26 de diciembre de 2007

¡FELIZ 2008!

¿Qué harás en Nochevieja?


"What Are You Doing New Year's Eve"

When the bells all ring and the horns all blow
And the couples we know are fondly kissing.
Will I be with you or will I be among the missing?

Maybe it's much too early in the game
Ooh, but I thought I'd ask you just the same
What are you doing New Year's
New Year's eve?

Wonder whose arms will hold you good and tight
When it's exactly twelve o'clock that night
Welcoming in the New Year
New Year's eve

Maybe I'm crazy to suppose
I'd ever be the one you chose
Out of a thousand invitations
You received

Ooh, but in case I stand one little chance
Here comes the jackpot question in advance:
What are you doing New Year's
New Year's Eve?

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Demasiado bonito para ser cierto

Un celebrado psicólogo, Jean Piaget, dedicó muy bellas páginas al asunto de si los niños creen de verdad en los Reyes Magos. Su conclusión era que los niños creen en los Reyes Magos, aunque saben perfectamente que sus padres han comprado los regalos. Esta contradicción sólo aturde a los ciudadanos afectados por una severa racionalidad.
Un docto historiador francés, Paul Veyne, dedicó hace años un estudio al mismo tema. Quería averiguar si los griegos creían de verdad en sus mitos. ¿Algún amigo de Platón o de Sócrates podía creer que para copular con Leda había Zeus tomado la forma de un cisne? Su conclusión no difería de la de Piaget: antes de la era moderna, antes del dominio científico y la difusión del espíritu crítico, era cabalmente compatible creer y no creer en algo. Las leyendas tenían su verdad y la geometría otra.
No es tan extraño. En vida suya muchas veces me pregunté (aunque nunca osé planteárselo) si mi abuela creía de verdad en un dios que era, a su vez, tres dioses, uno de los cuales había nacido de una virgen humana y por lo tanto podía morir sin por ello dejar de ser tan inmortal como los otros dos. Supongo yo que todavía queda mucha gente que cree en estas leyendas y que a lo mejor se molesta si alguien dice que se trata de mitos poéticos, fábulas, cuentos. Incluso en personas capaces de usar el teléfono y la calculadora, conducir un automóvil o invertir en fondos de pensiones, persiste esa capacidad que solemos considerar infantil o arcaica y que no tiene dificultad alguna en creer algo increíble. Por supuesto, tampoco ve contradicción en llevar una vida racional, hipertécnica, y asumir disparates. Como usar Internet, pero para consultar el horóscopo.
Ciertamente, es un proceder reservado a un tipo especial de personas: idólatras, primitivas, poéticas. Así que somos injustos cuando tachamos a ciertos políticos profesionales de cínicos. No lo son. Pertenecen a ese envidiable grupo que puede creer ciegamente en algo, sabiendo que es absolutamente falso. Y dormir como excitados infantes en la noche de Reyes.
Félix de Azúa

martes, 18 de diciembre de 2007

El corazón perplejo

Desventurado corazón perplejo,
inconsecuente corazón, no dudes.
No tiembles nunca más por lo que sabes,
no temas nunca más por lo que has visto.

Calamitoso corazón, alienta.
Aprende en este ahora
el pálpito que vuelve con lo eterno,
para latir conforme en valentía.
Los números del mundo están cifrados
en la clave de un sol tan rutilante
que te ciega los ojos si calculas.

Ciégate en esperanza, errátil corazón,
suma los números.
Un orden en su imán te está esperando.
Desde el final del tiempo se levanta
un ácido perfume de hojas muertas.
Respíralo y respira su secreto.

Abre de par en par tu incertidumbre.
No permitas
que encuentre domicilio la tibieza,
ni que este inescrutable amor oscuro
cometa el gran pecado de estar triste.

Acógete a ti mismo en tus entrañas
con tu abrazo más fuerte,
tu mejor padre en ti, tu mejor hijo,
gobierna tu ocasión de madurez.

Insiste una vez más,
aspira en estas rosas
su pútrido fermento enamorado.
En este desvarío de tu voz
se desnuda el enigma, transparece
la recompensa intacta de estar siendo.
Aquí estamos tú y yo,
altivo corazón, en desbandada.
A fuerza de caer, desvanecidos,
y a fuerza de cantar, enajenados.

Carlos Marzal

lunes, 17 de diciembre de 2007

Ordenadores en el aula

Frente a los que piensan que «lograr» que haya un ordenador en cada aula del país es una especie de conquista de la civilización similar al calendario de vacunación o la alfabetización universal, opino que la presencia de los ordenadores en los colegios e institutos debería retrasarse lo más posible. ¿Por qué?
1º) Porque los niños no necesitan «aprender» a usar un ordenador. Los niños ya saben usar un ordenador, incluso los que no lo han usado nunca. En realidad, lo único que resulta verdaderamente difícil para usar un ordenador a nivel de usuario es escribir a máquina. Por lo demás, para saber usar un ordenador no hay nada que «aprender». Basta con tener dedos en las manos, no tener Parkinson y poder mover el dedo índice de arriba abajo.
2º) Porque los ordenadores no son «instrumentos de aprendizaje», por mucho que a algunos les guste pensar que lo son o que pueden serlo. El verdadero aprendizaje es el que se hace de forma oral y proviene de un maestro en una disciplina, sea la historia, el latín, la fisiología o las leyes, y los principales instrumentos de ayuda para este aprendizaje son los libros, siempre han sido los libros y siempre serán los libros. Los libros y las publicaciones periódicas de prestigio, claro está.
Internet (que es, metonímicamente, de lo que estamos hablando realmente al referirnos a los «ordenadores») es, desde el punto de vista académico, una herramienta que nos facilita las cosas porque nos proporciona inmensas cantidades de información de forma instantánea. Pero esa información sólo es útil para aquellos que han alcanzado una madurez intelectual y poseen una formación previa. En ningún caso puede sustituir a las verdaderas fuentes de información que, insistimos, son los libros y las publicaciones periódicas prestigiosas.
Todos sabemos que uno puede fingir que es un experto en cualquier tema con sólo una hora de googlizar. Pero fingir un conocimiento no es lo mismo que poseerlo.
3º) Los ordenadores presentan el conocimiento, de forma fragmentaria y arbitraria, bajo la apariencia de trozos iluminados, frecuentemente acompañados de brillantes imágenes, por los que es posible transitar en cualquier dirección. Esta supuesta «libertad» de Internet es una mera apariencia, pero se presta a todo tipo de discursos estupendos donde se defiende la posibilidad de que cada uno cree su propio itinerario «personalizado» o se cantan las alabanzas del pensamiento «no lineal».
Pero todo esto no es más que basura. El conocimiento ha de ser «lineal» en el sentido de que para aprender cualquier cosa es necesario seguir un cierto orden y pasar por unas ciertas etapas, del mismo modo que leer una novela quiere decir leerla desde la primera página hasta la última y tal lectura no puede sustituirse por el chapoteo desordenado por una serie de pasajes «destacados» o «significativos». Nuestra vida es lineal porque sucede en el tiempo. La historia es lineal, porque lo que pasó después depende de lo que pasó antes. Es cierto que la vida de la imaginación, la del inconsciente, la de los sueños, no es lineal, pero a los defensores del arte de ratonear no les interesa la imaginación, ni el inconsciente, ni los sueños, y no están hablando de eso.
Muchas veces sucede que cuando creemos estar más allá de algo estamos, en realidad, más acá. En los años sesenta creíamos que una pastilla era algo más moderno que una manzana y que en el año 2007 ya no comeríamos manzanas, sino pastillas. Ahora estamos en el año 2007 y vemos que si hay algo más moderno que una simple manzana, no es precisamene una pastilla, sino una manzana de cultivo ecológico. Es decir, que lo más moderno resulta ser una manzana más antigua.
En las universidades americanas ya no se pide que se hagan trabajos sobre temas, que pueden fabricarse fácilmente picoteando aquí y allá en Internet, sino trabajos dedicados a un solo libro. De este modo, el profesor se asegura de que los alumnos lean, al menos, un libro. Uno solo, pero leído de verdad.
Sucede, pues, con el conocimiento como con los cultivos, y con los libros como con las manzanas.


Andrés Ibáñez

viernes, 14 de diciembre de 2007

13

Los hay que mueren de silencio,
de tragarse demasiadas palabras
y del cólico fenomenal que sigue
y los hay que mueren por hablar demasiado
pues las paredes —al contrario que las tapias, que están sordas— oyen.

Los hay que mueren de cansancio
de todo lo que hay que cambiar
para que nada cambie
y hay quien muere de aburrimiento
en esta feria universal donde continuamente ocurren cosas
y nunca pasa nada.

Hay quienes mueren de miedo
ante la mera sospecha de que podrían darse de bruces
con la verdad de sus actos
y hay a quienes les da tanto coraje
que alguien pudiera sospechar
que hay una verdad tras sus actos
que sencillamente se mueren.

Los hay que no mueren nunca
porque ya están muertos

De "27 maneras de responder a un golpe". Jorge Reichmann

martes, 11 de diciembre de 2007

La envidia (y III)

Como todos los sentimientos que confinan en la soledad –la vergüenza o el miedo, por ejemplo–, el silencio es el mejor aliado de la envidia, que como los hongos se reproducen en ambientes cerrados. A quien la siente le conviene quejarse de ella como se quejaría de un dolor de estómago, no identificarse con ella. Él no es su envidia. La envidia es un invasor, un enemigo. El envidioso es un ser humano que sufre, para su desgracia, una úlcera afectiva, que él no se ha provocado.
John Rawls, un famoso filósofo, autor de una teoría de la justicia muy respetada, estudió el componente social de la envidia, que a veces está provocada por grandes diferencias sociales. Pensaba que su origen no era tanto la carencia de esos bienes como el sentimiento de la propia impotencia para conseguirlos, y que por ello facilitar los medios de progresar, aumentar las posibilidades de ascenso social, era la gran solución.


Creo que esta postura activa, de autoafirmación ejecutiva, es útil en todos los casos. La envidia, como tantos otros sentimientos destructivos, es rumiadora y pasiva. Se enrosca sobre sí misma. Y la acción, el sentimiento de la propia eficacia, es el mejor procedimiento para salir de ese pantano emocional.
Abel Sánchez se titula la novela que Miguel de Unamuno escribió sobre la envidia. El protagonista, Joaquín de Montenegro, es un hombre arrebatado por ese sentimiento, que no le permite vivir. Sin embargo, no piensa que sea envidia lo que siente. Piensa que percibe objetivamente la malignidad de sus envidiados. Vive en su sentimiento, absorto en él, identificado con él, sin capacidad para dar un paso atrás y observarse. Cree que percibe cuando en realidad está interpretando. Al recordar la boda de su enemigo, su comentario es: “Ellos se casan por rebajarme, por humillarme, por denigrarme; ellos se casaron para burlarse de mí; ellos se casaron contra mí”. Unamuno escribió esta obra, según explica, angustiado por la experiencia de la vida española, que consideraba infectada por un virus cainita. Leo en el prólogo: “Salvador de Madariaga, comparando ingleses, franceses y españoles, dice que en el reparto de los vicios capitales que todos padecemos, al inglés le tocó más hipocresía que a los otros dos, al francés más avaricia y al español más envidia". Y esta terrible envidia ha sido el fermento de la vida social española.


Los celos son otra cosa. Son dos sentimientos que con frecuencia se confunden. Lo que siente un niño por su nuevo hermanito ¿son celos o envidia? Los celos tienen dos características esenciales. Se sienten celos por un bien que se ha tenido y que se teme perder, mientras que se puede envidiar algo que nunca se ha tenido. En segundo lugar, los celos siempre tienen una estructura triangular: el celoso, la persona de la que se tienen celos y, normalmente, el rival. Otelo siente celos de Desdémona, no de su rival. Hacia su rival sentirá odio o en todo caso envidia, por ser el preferido.
En la envidia no tiene por qué darse esa estructura triangular. Se puede envidiar a una persona sola, con independencia de lo que haga, por el hecho de existir, de triunfar. El caso del niño celoso se presta a equívocos porque se da, en efecto, un triángulo, a saber, el que forma con su hermanito y con sus padres. Pero lo correcto sería decir que el niño siente envidia de su hermanito, y celos de sus padres, de cuyo amor desconfía. El hermano le ha destronado, le priva de lo que cree merecer.
Hay una diferencia más. Según los psiquiatras, los celos pueden derivar en alucinaciones, en ver como reales cosas que no lo son, lo que supone una enfermedad seria. Esto no le sucede al envidioso que, volvemos a los clásicos, se limita a andar “consumido, con aspecto torvo, y semblante amarillo”. Como dijo Quevedo, “la envidia está amarilla y flaca, porque muerde y no come”.
Modificado de José Antonio Marina

lunes, 10 de diciembre de 2007

Boleros, tangos y otros mensajes distorsionados sobre el amor, el amar y la pareja

Si tú me dices ven... ¿lo dejo todo?

Nadie me dará el amor, la alegría y el goce de las felicidades que yo no siento dentro de mí. Y aunque yo tuviera el alma llena de las más dulces sensaciones, no sabría hacer dichoso a quien en la suya careciese de todo.

Goethe

Si tú me dices ven… Igual decido venir, pero debes saber que no voy a dejarlo todo por ti. No sería bueno para ninguno de los dos. Tú no puedes llenar mi mundo ni yo el tuyo, a no ser que sean mundos muy pequeños.

Si tú me dices ven… Yo voy a continuar trabajando en mi proyecto de vida personal, manteniendo mis valores, mis sueños, mis ilusiones, cultivando mis aprendizajes, cuidando mis relaciones, continuando con mi trabajo, mis aficiones.

Si tú me dices ven… Aunque me sienta enamorado de ti, antes de venir voy a valorar si nuestro proyecto individual de vida es compatible y también si estoy dispuesto a iniciar contigo el trabajo amoroso de construir juntos un proyecto de pareja conjunto.

Si tú me dices ven… Igual yo también te digo ven conmigo y vamos a decidir juntos el camino que seguiremos los dos. Pero para compartir nuestro camino será necesario que ambos tengamos un camino para compartir.

Si tú me dices ven… Quizás te proponga explorar un nuevo mapa de afectos: de sueños, ternura, ilusión, amor, amistad y pasión… y conquistar juntos un nuevo espacio, una nueva nación donde ambos podamos crecer y mejorar como personas.

Si tú me dices ven… No lo dejaré todo ni tampoco te voy a pedir que dejes nada por mí. Respetaré tu mundo y te pediré que respetes el mío. Yo te dejaré entrar en mis sueños si tú también me haces un sitio en los tuyos. No es posible dar ni hacer por los demás lo que uno no es capaz de hacer o darse a sí mismo. Como dijo Oscar Wilde: "Amarse a uno mismo es el comienzo de un romance para toda la vida"
Mercè Conangla y Jaume Soler

La envidia (II)

Los autores clásicos eran inmisericordes con este sentimiento. El envidioso, decían, está condenado a odiar, de forma inextinguible, “porque el odio provocado por la ira se apacigua fácilmente mediante la reparación, pero la envidia no se amansa ni admite reparaciones, antes bien, se irrita con los beneficios, como el fuego prendido en la nafta”. Tiene el juicio alterado y entiende las cosas al revés. “Lloran cuando los demás ríen, y ríen cuando los demás lloran”, escribe Covarrubias, en el siglo XVI.
Castilla del Pino cree que hay una complicación mayor, y que el envidioso experimenta dos tipos de odio. Odia al envidiado por no poder ser como él. Se odia también a sí mismo, por ser como es. Ya les advertí de que íbamos a introducirnos en las complicadas entretelas del corazón humano.

Con una rara unanimidad, los moralistas cristianos, que tras siglos de examen de conciencia y confesionario elaboraron unos profundísimos análisis de los sentimientos, decían que la envidia era hija de la soberbia. Esto resulta extraño, porque ya he dicho que es hija de un sentimiento de fracaso o deficiencia. Pero ambas cosas no están reñidas. Soberbio no es el que se considera mejor o más fuerte o más importante que los demás. Eso lo siente el orgulloso, el engreído, el petulante. El soberbio –en el sentido clásico– es el que “tiene un deseo desordenado de ser a otro preferido”. San Gregorio describe la soberbia como “el ansia de que nos miren a nosotros”. Tiene que ver más con la vanidad que con el orgullo.

El envidioso siente que otra persona es preferida por la suerte o el éxito, y eso es lo que le resulta difícil de soportar. Hay en el fondo de la envidia la necesidad imperiosa de ser el elegido. El envidiado, tal vez sin quererlo o sin saberlo siquiera, “nos hace de menos”, como dice una perspicaz expresión castellana. Nos arrebata esa preeminencia que tal vez salvaría nuestra vida del sinsentido. Santo Tomás de Aquino explicaba que “el bien ajeno se juzga mal propio en cuanto disminuye la propia gloria o excelencia”.
El envidioso no es autosuficiente. Necesita la confirmación de los demás, como le ocurre al vanidoso y a otros tipos de inseguros. A eso aspira, y eso es, precisamente, lo que le impide la figura del envidiado, que le hace sombra. La palabra francesa ombrage designa ese temor de ser eclipsado, arrojado a la sombra por alguien, privado de la posibilidad de ser querido, salvado por la mirada o el amor ajenos.La envidia, como el odio, el afán de venganza, el resentimiento, o el miedo infundado, limitan las posibilidades de vivir de quien los sufre, le condenan a vivir una vida reactiva, que tiene su centro fuera de él.

Covarrubias pone como símbolo de la envidia una lima sobre un yunque, con el lema: Carpit et carpitur una, “royendo a los otros, me deshago a mí mismo”. Por eso, sería conveniente poder eliminarla, pero ¿tiene algún antídoto la envidia? Los moralistas creían que sí. Tal vez alguno de ustedes recuerde lo que se estudiaba en el catecismo al hablar de los pecados capitales. “Contra envidia, caridad.” Es decir, generosidad y amor. Ahora podemos precisar más lo que esto quiere decir. ¿A quién debe amar el envidioso? Puesto que es víctima de dos odios –al otro y a sí mismo-, debe desarrollar dos tipos de amor, al envidiado y a sí mismo. Éste creo que es el más accesible y el más urgente, porque ciega la fuente de la envidia que es el autodesprecio. Conviene por ello comenzar eliminando los sentimientos de vergüenza o culpabilidad. No somos dueños de nuestros sentimientos. En muchos casos, somos sus víctimas. Aceptarse a uno mismo desactiva la fuerza del sentimiento. (continuará)

Modificado de José Antonio Marina

sábado, 8 de diciembre de 2007

Condescendencia

Amarse, perdonarse, traicionarse. El vaivén conduce a la blanda aceptación de la imperfección y cuyo beneficio se expresa tanto en el compás del aliento como en un bienestar banal.
La doctrina que persiga nuestra felicidad buscará inspiración en la condescendencia, siendo esta virtud una cesión plácida ante la adversidad y un constante armisticio en la batalla de la que no se derivarán ganadores ni perdedores sino una melaza que sin ser demasiado gustosa tampoco es un tósigo, imposible de tragar.
La sensación de la condescendencia puede identificarse con el paso del bolo alimenticio por el dominio de la epiglotis y más abajo por el cardias. El bolo se hace notar pero no se hace vomitar. El sujeto y el bolo componen una unidad que mutuamente se demandan: el alimento logra sentido humano y el sentido humano lo sustenta.
El acto de tragar, ese dulce quehacer del conducto que apresa y absorbe el sólido extraño, se corresponde con el momento mismo de condescender en algo. La condescendencia procede directamente de la inteligencia y forma parte de sus facultades prácticas. Pero también de sus habilidades más suaves que ensalivando, como en la ingesta, el bocado exterior lo perdona conociéndolo. Sin conocimiento no hay perdón. Ni condescendencia. Y hasta cierto punto puede decirse que la carne del sabio -no sus huesos, ni su electricidad neuronal, ni su mente alerta- se mantiene propicia para la más dura investigación gracias a bella condescendencia, hermosa madre de toda la ciencia.
Vicente Verdú

La Envidia (I)

Los tratadistas clásicos decían que la envidia es un sentimiento sesgado, que pervierte el juicio. Al menos, tenemos que admitir que es complejo. Me asombra la perfección con que el lenguaje analiza los sentimientos. Cualquier diccionario, de cualquier lengua, nos permite dibujar una cartografía sentimental más exacta que la proporcionada por los libros de psicología. Las venturas y desventuras ajenas provocan en el espectador diferentes respuestas afectivas. Comenzaré con las desventuras. La compasión es el sentimiento que me hace partícipe del dolor ajeno. La insensibilidad, por el contrario, me aleja de él. Queda una última posibilidad: que el dolor ajeno me produzca alegría. En castellano este sentimiento no está lexicalizado, pero sí lo está en otras lenguas, por ejemplo en alemán –schadenfreude– o en inglés–gloating–, palabras que significan alegría por el mal ajeno no merecido.Las respuestas a la alegría de los demás siguen un esquema parecido. La congratulación me permite sintonizar con ella. La indiferencia, no sentirme afectado. Y la envidia hace que me entristezca la dicha contemplada.

Luis Vives, que llevó a cabo una interesante herborización de los sentimientos, escribe: “La envidia es una especie de encogimiento del espíritu a causa del bien ajeno, en este encogimiento existe una eterna laceración de dolor, por lo que la envidia es parte de la tristeza”. Es fácil percibir lo enrevesado del sentimiento. No consiste en desear lo que otro tiene, ni en estar triste por carecer de ello. Es fácil comprender que quien tiene sed desee la cerveza que ve beber a otro. Pero la envidia es otra cosa. Es un movimiento contra esa persona, por el hecho de que esté disfrutando. No se envidia, pues, lo que el envidiado posee, sino la imagen que proyecta como poseedor de ese bien. El deseo se dirige al objeto; la envidia, al poseedor, por eso se parece tanto al odio. El envidioso prefiere que el bien se destruya, antes de que lo posea el otro. Recuerden la historia de las dos mujeres que se presentaron ante el rey Salomón afirmando ser madres de un mismo niño. Una de ellas estaba dispuesta a que lo partieran en dos con tal de que no se lo llevara su rival. Era una envidiosa.

Luis Vives añade algo muy interesante. La envidia es un sentimiento vergonzoso. “Por ello nadie se atreve a confesar que envidia a otro; más pronto reconocería uno que está airado, o que odia o incluso que teme, pues tales pasiones son menos vergonzosas e inicuas.” Por eso, está condenado a fingir siempre. ¿De dónde procede esa vergüenza? La envidia revela siempre una deficiencia de la persona que la experimenta. La tristeza del envidioso no está provocada por una pérdida, como suele ocurrir en otros tipos de tristeza, sino por un fracaso, por no haber conseguido algo. En ocasiones, reconoce la injusticia de sus sentimientos, le gustaría poderlos evitar, y eso le lleva a hacer manifestaciones continuas de afecto para compensar lo que considera una falta moral. En otros casos, por el contrario, el envidioso rebaja sistemáticamente los méritos del otro, para poder así enmascarar su envidia, interpretándola como una justa protesta ante un premio inmerecido por su oponente. (continuará)
Modificado de José Antonio Marina

domingo, 2 de diciembre de 2007

¿Sentido?

Al abrigo de cuatro paredes, desesperando a las palabras, yacía el cadáver de un hombre vivo. Era Eduardo Montesinos y su único refugio era negarse a vivir. Ante el más aterrador vacío, un único movimiento restaba: vaciarse de sí mismo. Andaba camino de lograrlo. Depresión. Hay que darle nombre. Curanderos con título otorgándote fórmulas mágicas del buen vivir a cambio de 50 euros la hora. Para los más avispados, se trata de ir tan solo a la sección de autoayuda de una librería cualquiera y comprar la paz interior por 10 euros. Si la cosa se pone jodida, pastillas contra el mal del alma en una farmacia… previa receta del camello-psiquiatra de turno. Si se pone la cosa realmente jodida, una adicción cualquiera es la única vía posible. Pero Eduardo no podía acudir a los mercachifles del dolor. No era escasez de cash, era sobreabundancia de análisis, su puta manía de despejar la incógnita en toda ecuación vital. El mundo acababa desnudo, desprovisto del sentido que nunca tuvo y él, como buen último hombre, era incapaz de generar un nuevo sentido por sí mismo, ni siquiera estaba capacitado para abandonarse a la estupidización de repetirse cada mañana ante el espejo: eres el mejor, eres el mejor, eres el mejor,… Hiperconciencia, mala compañera. Aún queda otra vía, el sinsentido.

Era Eduardo Montesinos y su vida una auténtica mierda; lo que le diferencia del resto es que él era consciente de ello. Personas. No puede escupirles a la cara y gritarles el asco que le dan, el asco que se da. Atrapado en la mierda, nada a contracorriente. Indigno gesto heroico cuando la corriente te lleva hacia ti y tú te alejas porque te espanta nadar libre en el océano. Una persona llama pasadas algunas horas desde que se levantara temprano aquella mañana de sábado - horas interminables de sufrimiento plegadas en una delgada línea de conciencia del mundo- Todos ríen alrededor de unas cervezas. Una mueca por sonrisa: la brecha por la que asoma una orgía desesperada de dolor. A pesar de todo ello, la soledad que le atraviesa se digiere mejor en compañía algunas veces: el ruido es buen aliado, no permite que te escuches. Eduardo sabe perfectamente que la vida se ha llenado de ruido para evitar que la gente tome conciencia de su asquerosa existencia. A diferencia de la mayoría, él utiliza el ruido de un modo selectivo. Es un buen momento para ubicarse entre tres extraños conocidos en la infancia, hablar de cualquier tema sin conocimiento de causa, mostrar emociones fingidas, intereses inventados,… Toda esa impostura es parte del mismo juego, todos jugamos, unos se aprovechan de las reglas, otros las sufren, algunos se rebelan,… Nadie gana. Sentado entre todos, hablan y hablan hasta que su hablar se convierte en un ruido insoportable. Su cabeza está a punto de estallar. Hay que huir. Excusas: el lenguaje que todo el mundo habla, el que todo el mundo entiende. Regreso a casa por el camino largo. Se detiene en cada uno de sus pensamientos, los recrea, los vivencia, compulsivamente, una y otra vez, su cabeza gira entorno al mismo eje. El sinsentido es la única salida.

Él era Eduardo Montesinos y su última relación amorosa había fracasado. Esa es una causa común de diversos males anímicos, demasiado común, pero él sabía perfectamente que una cosa es el detonante y otra el explosivo. Curiosa asociación: el inconsciente trapichea con tan endemoniada concatenación de ideas. Ella, llena de lenguaje bifurcado, le hizo entrar en un estado de esquizofrenia agónica, zozobrando a la deriva, funambuleando por la delgada línea que separa realidad de lenguaje. Ella, aparentemente único sentido de la vida, dejó de serlo en el mismo momento en el que dejó de ser misterio. Aletheia, Physis, Logos,… La Verdad se muestra como una luz cegadora cuando se destapa ante la conciencia; una vez te habitúas a ella, respiras el horror al vacío: el alumbramiento ha dado paso a la oscuridad, la luz es la noche. La única verdad es que no somos nada, pero nuestro nada se despliega en el infinito. Aún peor, somos la Nada Infinita, ambos absolutos se contraen en el mismo centro de nuestro querer vivir. En este pensamiento se hallaba inmerso al ver una ferretería, justo a su altura, en la acera de enfrente. Cruza la calle, entra taciturno, no saluda, cree que le va a temblar la voz cuando se vea obligado a hablar, coge lo necesario, lo muestra al dependiente, éste le cobra. “Bien” piensa, “sin palabras”. Llega a casa, su refugio y prisión. Sigue las instrucciones una a una. Mientras trabaja, no piensa, y eso le reconforta. Quedan pocas horas. El sinsentido es ya el único sentido posible.

Su nombre era Eduardo Montesinos y se había prometido a sí mismo no entrar jamás a un centro comercial. Odiaba la idea de confinar el ocio y el abastecimiento de las necesidades, básicas o no, en un recinto pensado como un circuito cerrado para consumidores compulsivos descerebrados: Siempre los asociaba a campos de concentración. Ahora se veía ahí, con un carro de la compra lleno, y no podía evitar esbozar una media sonrisa tan nerviosa como irónica. Observa fríamente a todas las personas que se cruzan a su paso, sabiéndose poseedor de la conciencia de mundo de la que ellos carecen. Esto le alienta. Él ha visto al mundo, ha visto a la Vida, la ha mirado fijamente a los ojos, de tú a tú, pero ha perdido el pulso, no está a su altura, y, súbitamente, donde había habido cierto orgullo, todo se torna desesperación. En ese instante, siente odio hacia todos ellos, los odia intensamente, siente aversión por su ignorante felicidad. Aunque, secretamente, los envidia.

Todos sus conocidos creen saber cómo era Eduardo Montesinos, una imagen perfecta de la bondad, la honestidad, la amistad,… y todos esos valores que se supone debe tener una buena persona, un referente, forjado a fuego y hierro candente, de las relaciones sociales. Será porque hablaba poco. Todos creían en él, pero nadie se había asomado a su alma, nadie había visitado su infierno. Él había renegado de casi todos ellos, de un modo discreto, sin hacer ruido. No se sentía capaz de quitarse las cadenas, no tenía destreza emocional para ello.

Se dice a sí mismo “Soy Eduardo Montesinos y…” pero ya es incapaz de pensar. Todos sus músculos se tensan. Un sudor frío recorre su frente. Está paralizado en una inmensa cola de hipermercado un sábado por la tarde. Nota, detalladamente, cada arrebato de su cuerpo, su sistema nervioso actuando paso a paso, todos sus componentes en movimiento: células, neuronas, conexiones neuronales, impulsos eléctricos, materia gris, músculos… Un movimiento. Sólo un movimiento. Algunas imágenes se agolpan en su mente y cortan el impulso. Pero no cede al chantaje del miedo, esta vez no. Aprieta. Detonación. Muerte.

Los programas cortan su emisión para dar la noticia: “…al parecer se trata de un hombre llamado Eduardo Montesinos y habría hecho detonar aproximadamente 1 Kg. de explosivo que llevaba pegado a la cintura. Habiendo consultado con fuentes policiales, éstas indican no haber hallado indicios de una posible conexión de esta persona con redes terroristas…”.

Herminia, sobresaltada ante la noticia, se pregunta con un grito ahogado: “Dios mío. ¿Qué sentido tiene hacer una barbaridad así?
Jacobo, casi sin inmutarse, responde: “¿Sentido?”.

Rubén Bravo