jueves, 29 de noviembre de 2007

Soldadito marinero

¡Feliz cumpleaños, Maritere!

Compañía sucedánea

La soledad de las grandes ciudades, el hiperindividualismo, la muchedumbre solitaria, fueron asuntos muy relevantes en la segunda mitad del siglo XX, pero ahora apenas se habla de ello. Los individuos no se han estrechado o abrazado más entre sí pero se han comunicado electrónicamente de tal modo que el fenómeno de la interconexión a través de los móviles, los SMS o Internet, ha sepultado las inquietudes o el dolor del aislamiento.

Sin embargo, se trata de dos realidades paralelas, por ahora. Mientras la relación en el cuerpo a cuerpo sigue debilitándose cada vez más, la relación máscara a máscara sigue acentuándose y proliferando.
La aventura de ser un individuo diferente o mejor, siempre dependiente de la estimación y la imagen proyectada en los demás, se ha provisto de un artilugio novedoso mediante el cual (a través de la máscara, el nick, el avatar, el juego de edades o sexos, la impostura...), el diseño aparencial del yo procede en mayor medida de nuestras finas artes de engaño que de la verificación de nuestra identidad por intervención del prójimo.
El prójimo es siempre insustituible pero la proporción que de su efectiva sustancia se necesita para confirmar nuestra personalidad deseable puede sustituirse, en parte, por nuestra habilidad para fingir en la pantalla, travestirse en la red, recrearse en el nuevo espacio virtual, desconocido hasta ahora.
Indudablemente, la satisfacción no será comparable a la que proporciona un amor encarnado o una consideración proveniente del mundo más real de modo que, poco a poco, este mundo electrónico será casi todo lo que hay y la segunda vida en su seno irá contando como una parte importante de nuestra composición.

Vicente Verdú

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Gente

Hay gente que con sólo decir una palabra
Enciende la ilusión y los rosales;
Que con sólo sonreír entre los ojos
Nos invita a viajar por otras zonas,
Nos hace recorrer toda la magia.
Hay gente que con sólo dar la mano
Rompe la soledad, pone la mesa,
Sirve el puchero, coloca las guirnaldas,
Que con sólo empuñar una guitarra
Hace una sinfonía de entrecasa.

Hay gente que con sólo abrir la boca
Llega a todos los límites del alma,
Alimenta una flor, inventa sueños,
Hace cantar el vino en las tinajas
Y se queda después, como si nada.

Y uno se va de novio con la vida
Desterrando una muerte solitaria
Pues sabe que a la vuelta de la esquina
Hay gente que es así, tan necesaria.

Hamlet Lima

martes, 27 de noviembre de 2007

Equilibrio

Érase una vez un hombre cuya vida juzgaba de auténtico desastre. Cuando pasaba demasiado tiempo en el trabajo, su familia se lo reprochaba. Cuando se limitaba estrictamente a la duración de su jornada laboral, su carrera profesional se resentía. Delegaba en sus empleados y éstos no hacían más que equivocarse. Decidía supervisarlos y entonces el trabajo salía demasiado despacio.
Su vida era un continuo ir y venir de decisiones, una especie de péndulo que nunca hallaba el lugar exacto... Decidir para rectificar después parecía su sino y eso, desde luego, no podía ser.
El hombre deseaba hallar el equilibrio en su vida. Equilibrio entre trabajo y familia, equilibrio entre tiempo solo y tiempo con los demás, equilibrio entre el ocio y el estudio...
Pero no sabía cómo hacerlo. Por eso, decidió ir a ver a un experto en equilibrio. ¿Y cuál es el profesional que más sabe de equilibrio? ¡Por supuesto!: un trapecista.
Pidió referencias en varios circos y por fin dio con un artista de renombre internacional, que caminaba sobre una cuerda a cuarenta metros de altura sin red de protección. Se decía que jamás se había caído una sola vez en veinte años de actuaciones en público. Se fue a verlo al circo.
Compró la entrada, se sentó en la grada y levantó la vista hacia el techo de la carpa. Fue increíble. El trapecista demostró un absoluto dominio del equilibrio. Decididamente, era, como le habían dicho, el mejor equilibrista del mundo. Si alguien sabía cómo ayudarle a tener una vida equilibrada, sin duda, aquel artista era su hombre.
El día en que el circo debía partir hacia otra ciudad,nuestro protagonista se dirigió hasta el camerino de los actores del circo y preguntó por el célebre equilibrista. Este último lo recibió amablemente y, juntos, fueron a tomar un té. Tras explicarle su problema, le preguntó:
¿Cuál es el secreto? ¿Cómo puedo alcanzar el equilibrio?
El equilibrista meditó unos segundos. Después le respondió: ¿Equilibrio? No sé de qué me habla. Cuando estoy arriba, sobre la cuerda, lo único que intento es no estar nunca en equilibrio. Lo único que hago es dejarme caer un poco a la derecha y, cuando veo que ya es suficiente, me dejo ir hacia la izquierda. Y cuando ya basta, me inclino de nuevo hacia la derecha. Nadie puede estar en equilibrio: sería una posición demasiado incómoda y rígida.
¿Por tanto...? inquirió el hombre.
Por tanto, el equilibrio consiste en pasar constantemente por él, pero... no cometa la imprudencia de quedarse demasiado tiempo en él...

Fernando Trías de Bes

lunes, 26 de noviembre de 2007

División celular

Renacimientos del poema

De una tensión nace el poema,
duele el poema cuando nace,
duele estar naciendo siempre al poema,
duele andar doliendo siempre
el nacimiento de una tensión
que no prescribe,
porque el poema
no tiene fecha de vencimiento,
nadie sabe si a la larga vencerá
o, vencido por la tensión
del duelo de nacer,
extenderá extenuado el aliento
para no nacer más a otra mirada,
tendido en voz baja
a un costado de la página extinta.

De una tensa tinta nace el poema que se extiende
más allá de la palabra que prescribe el diccionario
más allá de la palabra que proscribe el nacimiento
más allá de la proscripción de la palabra a manos
de los que se desentienden del duelo
abierto en el centro de la tensión
vencedora del poema.


De una apretada
victoria nace el poema,
tendido sobre la hoja
cuyo centro de tensión pasa por el aliento
de la palabra que abre,
como por vez primera,
los ojos a la voz nueva de otra mirada.


Juan Planas

viernes, 23 de noviembre de 2007

Bobby Mcferrin interpreta a J.S. Bach

Quebranto

Cómo me escucho y cómo miento,
cómo me desdigo, diciéndome
en esta escucha ya oída
de lo pensable.

Cómo miente el gesto
que me cubre,
cómo me seca la fuente
de la que bebo,
cómo me oculto
cuando aparezco.

En esta línea precisa,
en esta calle sin costillas
es donde habito.
Y me quebranto.
Antonio Lorente

En Grand Central Station me senté y lloré

Me preguntaron si era fácil distinguir entre una buena novela y una que no lo era, y dije que bastaba con examinar cuáles eran sus relaciones con las altas ventanas de la poesía. Precisé que hablaba de sutiles conexiones con la poesía y en ningún caso de lo antagónico: novelas escritas por poetas a base de prosa poética, algo absolutamente a evitar cuando se trata de una novela.
"Querido Friedrich, el mundo todavía es falso, cruel y bello...", escribe Charles Simic, escritor yugoslavo de Nueva York que enlaza con originalidad el surrealismo, la metafísica y los mitos primitivos. Para él, la imaginación no es un alejamiento de la realidad, sino la llave idónea para acceder al mapa de estrellas de nuestras paredes interiores.
Hablé ese día de la filosofía poética de Simic y de la necesidad de que la novela no pierda las sutiles conexiones con la alta poesía. Y, muy poco después, sentí deseos de convertirme allí mismo en el título de una novela de Elizabeth Smart, "En Grand Central Station me senté y lloré". Siempre quise ser o escenificar ese título, y aquélla era toda una oportunidad para hacerlo, pues a fin de cuentas me encontraba en Nueva York y estaba justo en aquel momento en Park Avenue, a dos pasos de Grand Central Station.
Me dije que, aparte del título, aquel libro de Elizabeth Smart (novela autobiográfica que narra la pasión de la autora por el poeta George Barker, un hombre casado del que se enamoró incluso antes de conocerlo: libro de una bella intensidad, extrema y rara) fue siempre una obra maestra gracias a su capacidad de diálogo con la tradición poética y a su elegante inspiración surrealista. De hecho, aquel mismo libro era un perfecto ejemplo de novela en comunicación con el gran espectro poético. Y es más, tenía el encanto de haber sido pionero en un procedimiento que aprecio y que consiste en convertir el texto en una máquina de citas literarias que ayudan a crear sentidos diferentes.
Me acuerdo muy bien de cómo era, aquel día, la novela de mi vida. Parecía que el surrealismo de Simic estuviera por todas partes, porque vi en el pasillo de entrada al gran vestíbulo de la estación a un negro con la cabeza rapada, sin zapatos, poniendo a un limpiabotas y a Dios por testigos. ¿Por testigos de qué? Tras contestar a cómo se distinguía entre una buena novela y una que no lo era, empezó a cumplirse uno de mis más antiguos deseos cuando, al adentrarme en el gran vestíbulo, avancé hipnotizado hacia el célebre reloj de cuatro caras, y fui pasando repentina revista a lo que habían sido las ventanas ciegas de mi vida: iba como hechizado y como si tuviera luz para descifrar el mapa de las estrellas en los futuros interiores de las novelas.
Y así fui avanzando y buscando un lugar solitario, hasta que lo hallé y, contemplando en una de las ventanas altas los movimientos del sol como quien mira el de las hormigas, pensé en un poema de Simic que habla de una azotea y de un agujero en unas medias negras y de una bella muchacha de Nueva York de la que estaban todos enamorados, y entonces sí, entonces, tal como venía previendo, como si uno pudiera ser el título de una novela dentro de una poesía secreta, casi desmoronándome, dando bandazos con mi suerte más ciega, en Grand Central Station me senté y lloré.
Enrique Vila-Matas

jueves, 22 de noviembre de 2007

Estar juntos

En el amor, todo intento de penetrar hasta el fondo del otro conduce a la precipitación y al abismo. A primera vista parece una contradicción puesto que el apetito del amado no hallará modo de saciarse sin lamer los últimos entresijos, pero este impulso voraz, idealizado por el romanticismo, es la razón fundamental de que la pareja quede pronto desventrada y hecha pedazos.
La diferencia entre los amantes, esa diferencia que en otros tiempos trataba de anularse mediante la fundición en una misma sustancia, constituye hoy, en tiempos más independientes, dinámicos y menos institucionalizados, la básica riqueza de la relación. La unidad productiva no ha de basarse en rehacerse como un solo guiso sino en la continua diferencia del menú, cuanto más surtido más sabroso.
Gracias a la diferencia de uno y otro yo, la tensión persiste y mediante el respeto recíproco de las peculiaridades se amenizan los argumentos de estar cerca.
Sólo la falta de consideración personal puede inducir al allanamiento del otro y, un paso más allá, a su pulverización. De hecho, la renuencia a casarse entre tantas parejas actuales se basa en la intención de rehuir la conformación de una unidad más solidificada y, en consecuencia, más próxima a la petrificación y su friabilidad siguiente.
La holgura entre uno y otro, la preservación de historias, pensamientos y secretos, de asuntos y palabras nunca pronunciadas, no perjudica la unión: acrecientan el interés de perseguirse y reunirse. No tan reunidos, apilados o juntos como para mezclar los tufos personales, juntos, sin embargo, para procurarse calor sin necesidad de ahogarse con sus vaharadas.
Vicente Verdú

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Ser

No me preguntes quien soy…
Puedo ser la viviente esencia de una suave oración...
O el lúgubre aposento de una prosa con dolor.

No me preguntes quien soy…
Puedo ser el cáliz de suaves caricias derramadas sobre tu piel.
La calma. La tormenta. O la hiel.
No me preguntes quien soy…

Puedo ser los vestigios de una historia que busca refugiarse en tu gloria…
O quizás la impetuosa fantasía que suele morir al despertar el día.
No me preguntes quien soy.

Noris Roberts

domingo, 18 de noviembre de 2007

El valor de lo sagrado

La vida es un enigma colosal, y los seres humanos, encerrados en la menudencia de nuestra individualidad, nos sentimos abrumados y hechizados por la enormidad de lo que nunca sabremos. Y esa enormidad es lo sagrado. O sea, una realidad que nos trasciende, que es muchísimo más grande que nuestra pequeña vida y nuestra pequeña muerte. No podemos soportar la idea de morir, siempre tan pronto, siempre tan insensatamente, e intentamos ir más allá de nuestro corto tiempo y de nuestra ignorancia.
De esa ansia de perdurar y entender nacen las religiones, pero también las obras de arte, las sinfonías, las novelas, la teoría de la relatividad, la física quántica, la fenomenología, la observación de los planetas en la helada y oscura inmensidad del cosmos.
No creo que haya en los humanos un sentimiento más extendido, más básico y primario que el del impulso espiritual, que es esa necesidad de salir de nosotros mismos, de unirnos al resto de los humanos, de dar sentido de algún modo al sinsentido de la existencia, de vernos formar parte de un marco mayor que nos consuele de nuestra insoportable pequeñez.
Es un rasgo primordial en las personas, y muchos de los que aparentemente rechazan todo lo que tenga que ver con "lo espiritual" no se dan cuenta de hasta qué punto también están siendo movilizados por ese sentimiento. El marxismo, por ejemplo, es otra de las respuestas a esa necesidad humana de trascendencia; y cuando un izquierdista fervientemente materialista se conmueve viendo una manifestación de marxistas puño en alto, está experimentando una emoción religiosa, de religare, unir, al sentirse hermanado con los demás seres del planeta en un proyecto colosal, en el sueño de la construcción de un paraíso en la Tierra. Eso, por mucho que le fastidie la palabra, es una conmoción puramente espiritual.
Todos, creyentes o no, ricos o pobres, intelectuales o analfabetos, tenemos esa capacidad para sentirnos rozados por el ala oscura de lo sagrado. Es decir, por la turbación y el embeleso del misterio esencial. Los japoneses lo llaman satori, los psicoanalistas hablan de momentos oceánicos. Puede suceder en un atardecer tranquilo y hermoso (…) Sabes de lo que hablo: de ese instante en el que todo parece encajar y te sientes formar parte del mundo, del tiempo, del todo. . Y la vida palpita dentro de ti, monumental y quieta, escuchando el latido del misterio de la existencia.
Modificado de Rosa Montero

martes, 13 de noviembre de 2007

El deseo del deseo

El deseo del otro empieza por desear su deseo”, decía más o menos Hegel. Empieza por desear la posesión de su deseo o, simplemente, por haber logrado que su desear se dirija dócilmente a desearnos.
Tal consideración parece, a primera vista, una perogrullada pero tiene la virtud de hacer ver, tras su obviedad, la absoluta verdad de nuestro querer. Queremos al otro como una manera de querernos a nosotros mismos, nos enamoramos del otro cuando a la vez ese amor nos convierte en amantes del yo, fortalecido, embellecido, emperifollado.
La insólita autoestima que brota recíprocamente de los enamoramientos muestra notoriamente esta fundamental ecuación. Se hace prácticamente imposible pensar en un amor a algo, a alguien, a la humanidad o a la animalidad, sin incorporar un tonante amor al ego. Expuesto o encubierto, el ego lo acapara todo, sea a la manera egoísta de un cerco, sea mediante la acción sutil de un hilo, sea al modo nutricio de una sustancia esencial. La transparencia entre el egoísmo y el altruismo, es la base misma del humanismo. Y no lo liaré más.
Vicente Verdú

domingo, 11 de noviembre de 2007

Contra el desaliento

Ocurre que me asusto
Cada vez que me asomo
Al umbral de mi esperanza.

Aquellas ilusiones, lejos de disolverse,
¡Oh iluso!, se agigantan
A pesar del tiempo y la distancia.

Cual columna imprescindible
Mantiene erguidos mis proyectos
E insufla vida a mis anhelos.

Quizá no es más que un espejismo
Cuya agua sorbo para no caer, inane,
En el sofocante desierto cotidiano.

Mas, a pesar de su irrealidad,
Le procuro credibilidad…
Sin ella, a buen seguro, sólo resta la nada.


Álvaro

La ternura (y IV)

Nuestros deseos tienen un fundamento biológico, sobre el que vamos construyendo aéreas y espirituales arquitecturas. En el origen del deseo maternal de cuidar a su bebé, encontramos la oxitocina, la hormona de la ternura y del apego. Si se la inyecta a un animal macho, provoca en él comportamientos de cuidado hacia las crías. El nivel de oxitocina aumenta durante el parto y durante la lactancia. Pero, sorprendentemente, también aumenta en hombres y mujeres durante las relaciones sexuales. Esto puede interpretarse como un intento biológico de unir ternura y sexo, o, lo que es igual, de complementar la sexualidad con lazos afectivos. La oxitocina colabora desde su nivel bioquímico a la expansión de la ternura que he descrito.
Hay lenguas que han desarrollado mucho el léxico de la ternura. Por ejemplo, los esquimales. Nivikuk significa tener ganas de besar a alguien, y se aplica a los niños y también a muchas cosas pequeñas, animadas o inanimadas; iva es el deseo de estar al lado de alguien en la cama, acurrucados, sin connotaciones sexuales; aqaq es una palabra dirigida a los niños y significa comunicar ternura a otra persona mediante la palabra o el gesto. Como demostración de una deliciosa mezcla de dureza y ternura, he aquí un antiguo poema japonés en el que un guerrero se despide de su esposa: “Levántate, esposa mía. Es la hora. Clava tu larga aguja en el cojín que bordas y tráeme las armas. Sujeta mis dos sables a mi cinto. No llores. ¡Si volveré, niña mía! Dame el saquito que he llenado de arroz. Anuda sólidamente las correas de mi carcaj. He regado nuestras legumbres para ocho días. No he olvidado repicar los crisantemos. ¡Ahora, tiembla y huye! Voy a adoptar la mirada espantosa con la que pienso salir al encuentro de nuestros enemigos".
José Antonio Marina

jueves, 8 de noviembre de 2007

Hablo de nosotros

Hablo de nosotros(no sé si es un poema),
hablo de nosotros que no somos sencillos,
pero sí vulgares (como se comprende).

Hablo sin tristeza (y no porque esté alegre),
sin resentimiento (mi odio es de agua fria);
hablo de nosotros y alguien debe entenderme.

Hablo serenamente.
Necesito muy poco(por ejemplo, mi tiempo);
necesito gastar dinero sin pensarlo,
besar dos o tres bocas (sin comprometerme).

Necesito lo justo (superfluo si calculo),
un delirio alegre (razonable en el fondo);
necesito lo poco que nadie quiere darme,
lo mucho que es un hombre.

Pero soy blando y tonto(¿quién al fin no llora?);
soy de fango informe que dulcemente arrastra,
de tierra que a ti me une.

Soy de miseria pura (o de amor infinito),
soy de nada, del todo que al mirarte comprendo,
¡oh pequeño, pequeño, pegajoso, tan tierno,
tan igual a mí!

Gabriel Celaya

La ternura (III)

La pérdida de ternura es la causa de muchos fracasos de pareja. Es como si los enamorados envejecieran de repente: se vuelven adultos, se endurecen los sistemas de autodefensa, surgen relaciones de poder, e incluso llegan a considerar ridículas las ternezas anteriores. “No está el horno para bollos”, dice el refrán. Es muy difícil sentir ternura y ejercer comportamientos de cuidado con quien se muestra exigente o poderoso. Se fijan los roles, que suelen atribuir la ternura a la mujer y al hombre la dureza. El abismo se ahonda. Las sugerencias de que los hombres seamos más femeninos y las mujeres más masculinas, no acaban de cuajar. Mantener la ternura puede ser una solución porque permite la alternancia de papeles. Todos necesitamos dar y recibir ternura, cuidar y ser cuidados, porque todos somos vulnerables.

Creo que la sociedad también la necesita. Ésta sería la gran superexpansión de la ternura, el nuevo gran cambio que debería protagonizar. Sin duda, el mundo necesita la justicia como nivel básico e imprescindible de la convivencia. Pero la justicia puede ser estricta y fría. Para completarla, deberíamos instaurar una cultura del cuidado, impulsada y dirigida por una ternura inteligente. Necesitamos, en cierto sentido, una maternalización de la sociedad, algo que nos hiciera recordar para bien nuestra pequeñez e indefensión. Hanna Arendt consideraba que su maestro –y amante– Heidegger se equivocaba al decir que la angustia ante la muerte era el sentimiento básico. Para ella, era la ternura ante el nacimiento lo que nos hacía humanos. Margaret Mead escribió un libro sobre los arapesh, un pueblo cuyo gran anhelo era que los niños y el ñame que los alimentaba crecieran bien. Me parece un bello ideario. (continuará)
José Antonio Marina

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Papel mojado

Con ríos
con sangre
con lluvia
o rocío
con semen
con vino
con nieve
con llanto
los poemas
suelen
ser
papel mojado


Mario Benedetti

martes, 6 de noviembre de 2007

Ojalá

Dedicado a Juanfrancisco ;-)

Instrucciones para dar cuerda a un reloj


Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Julio Cortázar

lunes, 5 de noviembre de 2007

La ternura (II)


El endurecimiento es un déficit de ternura. Pero también puede haber un exceso, igualmente peligroso. El ablandamiento que produce se convierte entonces en ternurismo y sensiblería. Hundida en ese almíbar, la realidad se vuelve empalagosa. Todos los sentimientos, incluso el amor, pueden ser inteligentes o estúpidos, y la ternura no se libra de esta dura posibilidad. Por eso es imprescindible una educación emocional.

Lo que introduce reciedumbre en la ternura es su relación con el cuidado, que es una relación real, exigente y costosa. Sin ese anclaje en la acción, sin su capacidad para soportar los trabajos del cuidado, la ternura no es más que un estremecimiento superficial, una emoción algodonosa y, con frecuencia, fullera.

Sobrevivimos gracias a la ternura, que es un sentimiento maternal. Incluso sabemos que está relacionada con una hormona especial –la oxitocina– cuyos niveles aumentan, por ejemplo, en el momento de la lactancia.Los pediatras saben que en el origen de muchos trastornos infantiles hay un déficit de ternura, y Spitz estudió las dermatitis rebeldes que sufren los bebés que no son acariciados. Parece que hasta la piel necesita ser cálidamente acogida para desarrollarse bien.
Pero la ternura no se detiene en el ámbito maternal, inicia una expansión, una colonización de otros territorios. Se amplía, en primer lugar a los padres, que en todas las sociedades conocidas suelen sentirse enternecidos por sus bebés, y después a los humanos con una sensibilidad no degradada. Todos nos sentimos dulcificados, aunque sea momentáneamente, por la presencia de un bebé. Es, posiblemente, una protección que la naturaleza concede a un ser tan indefenso, una especie de ángel de la guarda biológico.

Por eso nos resultan tan inhumanos, tan repugnantes, tan contrarios a las más profundas raíces biológicas y morales, los asesinatos de niños pequeños que abundaron durante el horror nazi o en las guerras raciales. Estos hechos nos advierten de que el odio elimina todo sentimiento de cuidado. Y que es muy fácil inducir el odio culturalmente. La cultura, que nos humaniza, también puede deshumanizarnos.

El carácter expansivo de la ternura no termina aquí. Se ha transferido a las relaciones sexuales, gracias al influjo femenino. El sexo es brusco, y rodearlo de ternura ha sido una operación difícil y transfiguradora. Supone un salto cualitativo en nuestras relaciones. Los enamorados se aniñan de alguna manera, experimentan una deliciosa regresión infantil sin dejar de ser adultos, porque la ternura se dirige a lo pequeño, y para disfrutar de ella hay que empequeñecerse un poco. ¿Por qué, si no, utilizan tantos diminutivos para hablarse? Las caricias y los besos forman parte de esta estrategia. Entre los wiru de Papúa-Nueva Guinea, los enamorados se alimentan boca a boca, como hacen con los niños, e incluso tienen una palabra para expresarlo: yanku-peku. (continuará)

José Antonio Marina

domingo, 4 de noviembre de 2007

Sé todos los cuentos


Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
Que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.
León Felipe

Corazón de tinieblas


"Éramos vagabundos en medio de una tierra prehistórica, de una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. La Tierra no parecía la Tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado. Pero allí..., allí podía verse como algo terrible y libre. Era algo no terrenal (...) Aquellas grandes soledades se abrían ante nosotros y volvían a cerrarse, como si la selva hubiera puesto poco a poco un pie en el agua para cortarnos la retirada en el momento del regreso. Penetrábamos más y más en la espesura del corazón de las tinieblas (...) La selva había logrado poseerlo pronto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía ni idea hasta que se sintió aconsejado por esa gran soledad... Se había desprendido de la tierra. Su inteligencia seguía siendo perfectamente lúcida, pero su alma estaba loca. Él tenía algo que decir. Había resumido, había juzgado al decir '¡el horror!'. Había dado el último paso, había traspasado la orilla..., ese inapreciable momento en que atravesamos el umbral de lo invisible".

De "El corazón de las tinieblas". Joseph Conrad

viernes, 2 de noviembre de 2007

La ternura (I)


El comienzo de cualquier vida, un bebé, un cachorro... es lo que desboca este sentimiento que aniña a los adultos enamorados, nos lleva a acariciar y mimar a nuestros pequeños y provoca sensaciones de derretimiento. La ternura en acción se convierte en cuidado, y eso es lo que necesita el mundo, extender la ternura, algo que nos recuerde nuestra pequeñez e indefensión.

En 1654, Mademoiselle d’Escudery escribió el “Mapa de la ternura”, que tuvo gran éxito entre los aficionados a la poesía galante y amorosa y dio origen a una cartografía sentimental detalladísima y –todo hay que decirlo– un poco cursi. No extraña su éxito porque la ternura es un delicioso y trascendental sentimiento que protagoniza una de las grandes aventuras de la afectividad humana.

Los sentimientos no son intemporales, sino que tienen historia. Son híbridos de naturaleza y cultura. Las situaciones sociales, las creencias, las modas van modificándolos. Así ha sucedido con los sentimientos familiares o con los sentimientos hacia la naturaleza o hacia los extranjeros. La compasión ha sido elogiada y denostada, y lo mismo sucede con el sentimiento patriótico.

Pues bien, la ternura ha provocado un cambio profundo en las relaciones humanas, y debe provocar al menos otro más. Ya lo entenderán luego.Todas las emociones tienen un mismo esquema. Un desencadenante las provoca, y ellas, a su vez, provocan consecuencias. En el miedo, el desencadenante es la detección de un peligro, verdadero o falso, y las consecuencias pueden ser cuatro: huida, ataque, inmovilidad, sumisión.

En la ternura, el desencadenante es un ser animado –un bebé o un cachorro, por ejemplo cuya pequeñez o vulnerabilidad conmueve, “emociona dulcemente” decían los diccionarios antiguos, despertando en nosotros una atención risueña y un deseo de acogerlo, cuidarlo, acariciarlo. Walt Disney utilizó en sus dibujos –recuerden al pequeño Bambi– los rasgos gráficos que desencadenan este sentimiento: formas pequeñas, redondeadas, ojos muy grandes, una cierta torpeza en los movimientos. No sentimos ternura ni por las cosas ni por los vegetales, a no ser que proyectemos en ellos algún rasgo personal. Ni tampoco por las personas hostiles, autosuficientes o arrogantes.

El miedo y la ternura son incompatibles. También es incompatible con la prisa, que nos vuelve a todos impacientes y violentos.La ternura se llama así porque enternece, vuelve tiernas, blandas y flexibles nuestras barreras defensivas, los blindajes psicológicos se derriten, como dice expresivamente el lenguaje. Por eso, lo contrario de este sentimiento es la insensibilidad, la dureza de corazón, que todos los maestros espirituales han considerado gran pecado.
El profeta Ezequiel resume la acción salvadora de Dios con una frase: “Os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez. 36,26). En la Biblia se atribuye a Dios –a veces, sólo a veces– un comportamiento tierno. Se dice de Él que se conmueve hasta las entrañas, y para decirlo se utiliza la palabra que significa útero, entrañas maternales. Por eso resulta explicable que en la edad media hubiera una devoción a Jesucristo como Madre. Era solamente un anhelo de ternura divina. (continuará)
José Antonio Marina

jueves, 1 de noviembre de 2007

Formas de ver

Cinco judíos cambiaron la forma de ver y definir el mundo:






Moises dijo: La ley es todo.

Jesús dijo: El amor es todo.

Marx dijo: El dinero es todo.

Freud dijo: El sexo es todo.

Einstein dijo: Todo es relativo.