lunes, 10 de diciembre de 2007

Boleros, tangos y otros mensajes distorsionados sobre el amor, el amar y la pareja

Si tú me dices ven... ¿lo dejo todo?

Nadie me dará el amor, la alegría y el goce de las felicidades que yo no siento dentro de mí. Y aunque yo tuviera el alma llena de las más dulces sensaciones, no sabría hacer dichoso a quien en la suya careciese de todo.

Goethe

Si tú me dices ven… Igual decido venir, pero debes saber que no voy a dejarlo todo por ti. No sería bueno para ninguno de los dos. Tú no puedes llenar mi mundo ni yo el tuyo, a no ser que sean mundos muy pequeños.

Si tú me dices ven… Yo voy a continuar trabajando en mi proyecto de vida personal, manteniendo mis valores, mis sueños, mis ilusiones, cultivando mis aprendizajes, cuidando mis relaciones, continuando con mi trabajo, mis aficiones.

Si tú me dices ven… Aunque me sienta enamorado de ti, antes de venir voy a valorar si nuestro proyecto individual de vida es compatible y también si estoy dispuesto a iniciar contigo el trabajo amoroso de construir juntos un proyecto de pareja conjunto.

Si tú me dices ven… Igual yo también te digo ven conmigo y vamos a decidir juntos el camino que seguiremos los dos. Pero para compartir nuestro camino será necesario que ambos tengamos un camino para compartir.

Si tú me dices ven… Quizás te proponga explorar un nuevo mapa de afectos: de sueños, ternura, ilusión, amor, amistad y pasión… y conquistar juntos un nuevo espacio, una nueva nación donde ambos podamos crecer y mejorar como personas.

Si tú me dices ven… No lo dejaré todo ni tampoco te voy a pedir que dejes nada por mí. Respetaré tu mundo y te pediré que respetes el mío. Yo te dejaré entrar en mis sueños si tú también me haces un sitio en los tuyos. No es posible dar ni hacer por los demás lo que uno no es capaz de hacer o darse a sí mismo. Como dijo Oscar Wilde: "Amarse a uno mismo es el comienzo de un romance para toda la vida"
Mercè Conangla y Jaume Soler

La envidia (II)

Los autores clásicos eran inmisericordes con este sentimiento. El envidioso, decían, está condenado a odiar, de forma inextinguible, “porque el odio provocado por la ira se apacigua fácilmente mediante la reparación, pero la envidia no se amansa ni admite reparaciones, antes bien, se irrita con los beneficios, como el fuego prendido en la nafta”. Tiene el juicio alterado y entiende las cosas al revés. “Lloran cuando los demás ríen, y ríen cuando los demás lloran”, escribe Covarrubias, en el siglo XVI.
Castilla del Pino cree que hay una complicación mayor, y que el envidioso experimenta dos tipos de odio. Odia al envidiado por no poder ser como él. Se odia también a sí mismo, por ser como es. Ya les advertí de que íbamos a introducirnos en las complicadas entretelas del corazón humano.

Con una rara unanimidad, los moralistas cristianos, que tras siglos de examen de conciencia y confesionario elaboraron unos profundísimos análisis de los sentimientos, decían que la envidia era hija de la soberbia. Esto resulta extraño, porque ya he dicho que es hija de un sentimiento de fracaso o deficiencia. Pero ambas cosas no están reñidas. Soberbio no es el que se considera mejor o más fuerte o más importante que los demás. Eso lo siente el orgulloso, el engreído, el petulante. El soberbio –en el sentido clásico– es el que “tiene un deseo desordenado de ser a otro preferido”. San Gregorio describe la soberbia como “el ansia de que nos miren a nosotros”. Tiene que ver más con la vanidad que con el orgullo.

El envidioso siente que otra persona es preferida por la suerte o el éxito, y eso es lo que le resulta difícil de soportar. Hay en el fondo de la envidia la necesidad imperiosa de ser el elegido. El envidiado, tal vez sin quererlo o sin saberlo siquiera, “nos hace de menos”, como dice una perspicaz expresión castellana. Nos arrebata esa preeminencia que tal vez salvaría nuestra vida del sinsentido. Santo Tomás de Aquino explicaba que “el bien ajeno se juzga mal propio en cuanto disminuye la propia gloria o excelencia”.
El envidioso no es autosuficiente. Necesita la confirmación de los demás, como le ocurre al vanidoso y a otros tipos de inseguros. A eso aspira, y eso es, precisamente, lo que le impide la figura del envidiado, que le hace sombra. La palabra francesa ombrage designa ese temor de ser eclipsado, arrojado a la sombra por alguien, privado de la posibilidad de ser querido, salvado por la mirada o el amor ajenos.La envidia, como el odio, el afán de venganza, el resentimiento, o el miedo infundado, limitan las posibilidades de vivir de quien los sufre, le condenan a vivir una vida reactiva, que tiene su centro fuera de él.

Covarrubias pone como símbolo de la envidia una lima sobre un yunque, con el lema: Carpit et carpitur una, “royendo a los otros, me deshago a mí mismo”. Por eso, sería conveniente poder eliminarla, pero ¿tiene algún antídoto la envidia? Los moralistas creían que sí. Tal vez alguno de ustedes recuerde lo que se estudiaba en el catecismo al hablar de los pecados capitales. “Contra envidia, caridad.” Es decir, generosidad y amor. Ahora podemos precisar más lo que esto quiere decir. ¿A quién debe amar el envidioso? Puesto que es víctima de dos odios –al otro y a sí mismo-, debe desarrollar dos tipos de amor, al envidiado y a sí mismo. Éste creo que es el más accesible y el más urgente, porque ciega la fuente de la envidia que es el autodesprecio. Conviene por ello comenzar eliminando los sentimientos de vergüenza o culpabilidad. No somos dueños de nuestros sentimientos. En muchos casos, somos sus víctimas. Aceptarse a uno mismo desactiva la fuerza del sentimiento. (continuará)

Modificado de José Antonio Marina