jueves, 31 de julio de 2008

La melancolía (y II)

La historia actúa dentro de nosotros. No sólo nuestra propia historia biográfica, sino también la cultural. De ahí que se haya intentado tantas veces elaborar un psicoanálisis histórico. El único problema que plantea la melancolía es su cercanía a la depresión, con la que mantiene estrechos lazos de familia. Por eso, los grandes tratadistas proponían remedios que son muy parecidos a los que recomendaban contra la depresión: las músicas alegres, el juego, el ejercicio físico, la conversación con amigos, la actividad creadora, y el amor. Se trata, como pueden comprobar, de una estupenda terapia. Flaubert dice de Rosanette, la amante mantenida, en la Educación sentimental: “Incluso antes de irse a dormir se mostraba un poco melancólica, como a veces se encuentran los cipreses ante la puerta de una fonda”. ¿Sabía Flaubert que el ciprés se consideraba melancólico en la edad media? No es una casualidad la frecuencia con que se encuentran en los cementerios. ¿Y sabían en la edad media que Pitágoras había prohibido confeccionar ataúdes con madera de ciprés porque el cetro de Zeus era de esta madera? Los melancólicos estaban bajo el signo de Saturno. Hoy todavía se sigue llamando saturnina a la disposición sombría y melancólica. Los humores se relacionaron con los planetas. La complexión flemática, con la Luna o Venus; la colérica, con Marte; el carácter sanguíneo, con Júpiter, y el melancólico, con Saturno. Los autores árabes antiguos dicen que los hijos de Saturno son gentes de largo reflexionar y poco hablar; son secretos y nadie sabe lo que hay en ellos. “Rige la destrucción y las cosas de hastío.”
Los temperamentos son modos de iluminar la realidad. Para el colérico todo es ofensa e incitación a la furia; para el sanguíneo, el mundo es una fiesta; el flemático mantiene una serenidad fría. ¿Y el melancólico? Parece que en el melancólico hay una permanente queja, pero no desesperada. Por eso puede ser dulce. Se echa en falta algo muy valioso que existe, pero no se posee. Un teólogo, al que leí mucho en mi juventud, Romano Guardini, situaba la melancolía en una perspectiva trascendental: “Es el deseo de encontrar la verdadera morada, huyendo de la dispersión, para entrar en el recogimiento de la esencia, escapando de la existencia exterior”. Concluye: “La melancolía es el dolor causado por la aparición de lo eterno en el hombre”.

domingo, 27 de julio de 2008

No sé qué decirte

No es que me calle lo que pienso, es que, a veces, no sé qué pensar. No es que oculte lo que me inquieta, es que me inquieta no saber lo que oculto. En ocasiones es algo más poderoso que una ignorancia, un desconocimiento o un desconcierto que inhabilitan mis palabras.
No es una parálisis, sino un exceso de estímulos que provocan algo que se parece a una proliferación compleja y contradictoria de emociones, de sentimientos y, quizá, de ideas que no se dejan reducir a una discurso articulado. No solo por falta de coherencia. Se hace casi imposible la verbalización.
No es un engaño. No es que me lo guarde, es que lo que siento no es capaz de llegar a ser algo que decir. Reconozco que debe resultar incómodo encontrarse ante quien, en cierto modo desnudo de argumentos, ni siquiera es capaz de enfrentar o de afrontar la situación. A veces, es desesperante. Y puede hasta parecer agresivo. Dan ganas de agitar o de remover las hojas de quien calla a ver si cae o se desprende algo que se deje ver u oír. Podría pensarse que es una cobardía o una irresponsabilidad, una incapacidad de hacerse cargo de la situación, de las propias decisiones. Pero en ocasiones un rayo irrumpe en el corazón de la lógica y tiemblan y laten las almas, pero no hay modo de sentir más que impotencia o culpa o desamparo.
No lo tomes a mal. Callo porque una voz más potente que cualquier frase no es capaz de balbucear ni de deletrear nada. Un ejército de traspiés y de tropezones es torpe para enfilar un mínimo discurso.
No es indiferencia. Desearía que entraras en el insonoro refugio en el que no hay palabras. No es un vacío, es algo aplazado, despoblado, que sin embargo late. Y creo que con amor. Pero a estas alturas de la conversación, ya solo un gesto, quizá un abrazo, podría mostrar la verdad de esto que ni es esto, ni sé que decir de ello. Esto que me pasa y que, sin embargo, no poseo.
Tengo algo decisivo que decirte: no sé qué. Tal vez se desprenda de mi mirada o de mi postura. Te lo digo sin decírtelo. No siempre tenemos las palabras adecuadas. En ocasiones, ellas parecen haberse ido incluso antes de llegar. Se produce una sensación incómoda de incomunicación. Pero tal vez en ese momento se requiere algo más, algo otro, la capacidad de escuchar lo que quizá quede patente sin necesidad de ser dicho: un aprecio más consistente que cualquier explicación.
No es que se esconda algo. Es la voluntad de mostrar que no hay qué decir. Podrían improvisarse palabras, pero cuando alguien nos importa de verdad es preferible que sepa que no siempre sabemos qué decir, aunque incluso eso deseamos hacerlo llegar amorosamente. Y ese es ya es otro modo de hablar. Bien necesario, por cierto.
Ángel Gabilondo

viernes, 25 de julio de 2008

Desiderata

Camina plácido entre el ruido y la prisa y piensa en la paz que se puede encontrar en el silencio.
En cuanto te sea posible y sin rendirte, mantén buenas relaciones con todas las personas.
Enuncia tu verdad de una manera serena y clara; y escucha a los demás, incluso al torpe e ignorante; también ellos tienen su propia historia.
Esquiva a las personas agresivas y ruidosas, pues son un fastidio para el espíritu.
Si te comparas con los demás, te volverás vano y amargado, pues siempre habrá
personas mas grandes y mas pequeñas que tú.
Disfruta de tus éxitos lo mismo que de tus planes.
Mantén el interés en tu propia carrera por humilde que sea, ella es un verdadero tesoro en el fortuito cambiar del tiempo.
Se cauto en los negocios, el mundo esta lleno de engaños; mas no dejes que esto te deje ciego para la virtud que existe.
Hay muchas personas que se esfuerzan por alcanzar nobles ideales, y por doquier la vida esta llena de heroísmo.
Se sincero contigo mismo. En especial, no finjas el afecto; tampoco seas cínico en cuanto al amor; pues en medio de todas las arideces y desengaños, es perenne como la hierba.
Acata dócilmente el consejo de los años, y abandona con donaire las cosas de la juventud.
Cultiva la firmeza del espíritu para que te proteja en las adversidades repentinas, pero no te afligas imaginando fantasmas. Muchos temores nacen de la fatiga y la soledad.
Sobre una sana disciplina se benigno contigo mismo. Tú eres una criatura del universo, no menos que las árboles y las estrellas; tienes derecho a existir. Y sea que te resulte claro o no, indudablemente el universo marcha como debiera.
Por eso debes estar en paz con Dios, cualquiera que sea tu idea de El, y sean cualesquiera tus trabajos y aspiraciones.
Conserva la paz con tu alma en la bulliciosa confusión de la vida. Aún con toda su farsa, penalidades y sueños fallidos, el mundo es todavía hermoso.
Se alegre. Esfuérzate por ser feliz.
Max Ehrmann

miércoles, 23 de julio de 2008

La melancolía (I)

La melancolía es una tristeza apacible, otoñal, poética, romántica. En 1734, el Dictionnaire de Trevoux, escrito por jesuitas franceses, la vincula no sólo con la tristeza, sino también con el placer: “es un cierto placer triste”, es “un ensueño agradable”. En 1621, Robert Burton escribe su sorprendente Anatomía de la melancolía. Thomas Warton, en 1747 publica Los placeres de la melancolía, y Diderot la considera un sentimiento dulce. Víctor Hugo acuña una definición contundente: “Es la dicha de ser desdichado”. Procede de una palabra griega compuesta –melas y kholé– que significaba literalmente bilis negra. Era uno de los cuatro humores fundamentales que formaban el temperamento. La medicina clásica se basaba en la idea de que la salud era la adecuada mezcla de esos cuatro líquidos vitales (sangre, bilis amarilla, flema y bilis negra) que también determinaban el carácter de los seres humanos. Había personas coléricas, sanguíneas, flemáticas y melancólicas.Lo de “estar de buen o mal humor” procede de ahí. Anteo de Capadocia (50 d.C.) dio una definición que atravesó con éxito los siglos: “Los melancólicos están silenciosos o sombríos, abatidos, insensibles sin motivo plausible. Despreciando la vida, anhelan la muerte”.
Las malas lenguas decían que se comportaban de manera muy extraña: eran misántropos y en noches de luna llena huían a los montes donde aullaban como lobos; muchos creían carecer de cabeza o ser tan frágiles que podían quebrarse con cualquier contacto violento.
El protagonista de El licenciado Vidriera, de Cervantes, era un caso claro. Se trataba, pues, de una enfermedad seria. Hasta hace muy pocos años, la psiquiatría –sobre todo la alemana– consideraba que la melancolía era una gran depresión. El ser un rasgo del carácter, una propensión del temperamento, explica uno de sus rasgos principales. La melancolía es un sentimiento sin causa. Calderón de la Barca ya mencionó este aspecto en su obra No hay como callar: "Toda melancolía nace sin ocasión, y así es la mía. Que aquesta distinción naturaleza dio a la melancolía y la tristeza".
Tampoco la edad media fue benévola con este sentimiento. Se lo relacionó con el tedio espiritual –apatía que acometía a los monjes en especial después de comer–, con la pereza, y, como causa última, con la falta de caridad. Se convierte así en una torpe manifestación del pecado original.

Pero un hecho casual va a cambiar la historia de la palabra y la consideración del sentimiento. Aparece un librito, falsamente atribuido a Aristóteles, llamado Problemas, uno de cuyos capítulos comienza con una afirmación que el Renacimiento repetirá con fruición: “Todos los genios son melancólicos”. Una ola de melancolía barrió Europa. Petrarca es el primer melancólico consciente y poético. Miguel Ángel escribe en uno de sus sonetos: “La mia allegrez’e la maninconia”. En el barroco se puso de moda, y para lucir bien en sociedad había que melancolizarse. Un personaje de Shakespeare está muy triste porque no es lo suficientemente melancólico como para tener éxito. Se convirtió así en un sentimiento de moda, refinado y un poco falso. Fue una tristeza que no paraba en llanto, sino en una meditación solitaria, en una búsqueda de sintonía del alma entristecida con los parajes tristes, por ejemplo, en el amor por las ruinas que fomentó el romanticismo. Gusta de músicas tristes, como las que estuvieron de moda en la corte francesa. Las grandes representaciones de la melancolía presentan siempre a personajes meditabundos, como un famosísimo grabado de Durero, que muestra a un ángel pensativo.
Los melancólicos son grandes analizadores del propio espíritu. Kierkegaard escribió: “Desde mi infancia, he vivido bajo el imperio de una inmensa melancolía”. Todo aquel que vive una intensa vida interior parece abocado a la melancolía, que se convierte así en seña de identidad del quehacer artístico, dando así razón al pseudoaristóteles, después de muchas vueltas. En pleno Renacimiento, Romano Alberti dice en su Tratado de la nobleza de la pintura: “Los pintores se vuelven melancólicos porque, queriendo imitar los objetos, es preciso que mantengan los fantasmas fijos en su intelectos, y así luego pueden expresarlos”. Quiere decirse que cuando experimentan melancolía están sintiendo una emoción largamente trabajada y enriquecida. (continuará)

jueves, 17 de julio de 2008

Mostrarse

Extraña sensación... la de hoy, al darme cuenta, quizás equivocadamente, de que lo contrario del amor no es el odio, sino el miedo.
Y que la causa del miedo está a menudo en la incapacidad de hablar y de decir lo que uno desea, lo que uno siente, lo que uno piensa... por miedo.
Que, a menudo, al amor se llega por el coraje de desnudarse, de mostrarse, sin miedo.
Y que tantas almas desean el amor, pero lo pierden... por miedo.
¿Cómo quieres que te quieran por lo que eres si no te muestras como eres?
Álex Rovira

lunes, 14 de julio de 2008

Bebo Valdés y Diego el Cigala

Se me olvidó que te olvidé

El diván como potencia literaria

La angustia sigue estando ahí. Y afecta a muchas personas, empujándolas al infierno del sufrimiento. Hace ya muchos años, las teorías de un joven médico sacudieron la Viena del siglo XIX, y con el tiempo se fueron imponiendo en otros lugares. El psicoanálisis, la gran creación de Sigmund Freud, puso patas arriba el mundo, cambió la manera de ver las relaciones entre hombres y mujeres, puso en órbita la importancia del sexo y señaló que existía, en nuestro interior, un inmenso continente desconocido (el inconsciente).
¿Qué pasa con el psicoanálisis? ¿Es sólo un reino de charlatanes y farsantes, una invitación a hablar una jerga extraña, un baile de interpretaciones sobre los sueños más disparatados? El año 2005 se publicó en Francia "El libro negro del psicoanálisis", donde más de cuarenta especialistas se aplicaban a fondo para cargarse a Freud y sus teorías y prácticas, y todo lo que vino después. Un año después, otro libro se propuso contestar lo que allí se decía: en "La regla de juego. Testimonios de encuentros con el psicoanálisis", Bernard-Henri Lévy y Jacques-Alain Miller han reunido los comentarios de artistas, escritores, psicoanalistas e intelectuales sobre su relación, teórica y práctica, con esa disciplina. ¿Cómo entraron en esa historia y cómo les fue allí?
"Yo comencé una cura de psicoanálisis en 1972, porque después de haber visitado Auschwitz, cementerio sin tumbas donde están mis abuelos maternos, volví sin habla", recuerda la filósofa Catherine Clément, que luego confiesa que en el diván encontró la risa, "que me era ajena", y la manera de criar a sus hijos y de superar el Holocausto. El psicoanalista Hervé Castanet explica que a los veintidós años estaba buscando de manera desesperada una salida a su aburrimiento, y empezó una terapia. Hay quien habla de que frecuentó el diván porque no rendía en sus exámenes (Marlene Belilos) y Tom Bishop, profesor de civilización francesa en Nueva York, cuenta que el psicoanálisis lo ayudó a sobreponerse "a una infancia de huida de los nazis" y a superar la culpa "de haber sobrevivido cuando tantos otros no tuvieron esa suerte". Tahar Ben Jelloun sostiene que el rechazo al psicoanálisis viene del "miedo a ir al fondo de sí y el miedo a descubrir lo que no se tiene en absoluto deseo de descubrir".
Otros, en cambio, han sido más breves y rotundos. Como el cineasta Josée Dayan, que se limita a decir: "No soy psicoanalista, pero, aunque el psicoanálisis sólo hubiera servido para darnos a Woody Allen, lo bendeciría". Y los hay, seguramente más próximos a Lacan que a Freud, que son capaces de formular opiniones de esta envergadura: "El campo escópico es el que más completamente elude a la castración" (Hervé Castanet, el que de joven se aburría).
El Libro negro... había sido bastante duro con que lo que, consideraban, era una "costumbre pseudocientífica que sólo perdura en Francia y Argentina". Y Ricardo Piglia, un argentino, comenta en La regla de juego que el psicoanálisis es atractivo "porque todos aspiramos a una vida intensa" y que "en medio de nuestras vidas secularizadas y triviales, nos seduce admitir que en un lugar secreto experimentamos o hemos experimentado grandes dramas". Y apunta: "El psicoanálisis es en cierto sentido un arte de la natación, un arte de mantener a flote en el mar del lenguaje a gente que está siempre tratando de hundirse". Juan José Saer, otro escritor argentino, subraya que lo que hizo Freud fue rendirle un homenaje sincero y profundo a la poesía, y lo hizo porque "el análisis es una actividad esencialmente verbal", y porque "la palabra es el único instrumento terapéutico con que cuenta".
Son muchos los testimonios de escritores que reconocen que sus obras tienen una profunda deuda con el psicoanálisis. Juan José Millás, escribe en su última novela: "Los cincuenta minutos de sesión significaban cincuenta minutos de visión. No era raro que al abandonar la consulta tuviera que pasear una o dos horas para digerir lo que había visto desde el diván". Y Lolita Bosch considera que el psicoanálisis "tiene una capacidad que la literatura casi nunca tiene: detener el tiempo y buscar lo previo, lo previo, lo previo".
El encuentro con Freud desencadenó en el escritor Suso de Toro una profunda crisis intelectual: "De algún modo pervirtió mi mirada sobre la realidad, fue la pérdida de la inocencia". El filósofo Eugenio Trías se psicoanalizó durante cinco años y la tiene por "una de las experiencias más importantes" de su vida. "Me permitió trazar el relato de mi propia historia personal", comenta
¿Curarse de la angustia, decantarse por el lado de la vida, explorar nuestros secretos íntimos, servirse de la palabra para darle sentidos nuevos a nuestras experiencias? El caso es que no habrá seguramente nunca acuerdo sobre si el psicoanálisis es una ciencia o mera charlatanería. En lo que sí parecen coincidir muchos es en la enorme capacidad del psicoanálisis para provocar literatura, y quizá esto proceda también de lo bien que escribía el propio Sigmund Freud.
Eric Orsenna cuenta que él no se acostó en ningún diván, que se sentó. "Y lloré, hablé, hice silencio, balbuceé, retrocedí, caminé...". El escritor francés había buscado un psicoanalista porque no tenía un hacha. "Yo tenía, tengo, como todo el mundo, un mar helado en mí", explica Orsenna, y cita a Kafka: "¿Qué es un libro? ¿Es un hacha que mata el mar helado en nosotros?". ¿Es, de verdad, un hacha el psicoanálisis? ¿Puede terminar con este mar helado?
José Andrés Rojo

lunes, 7 de julio de 2008

Binomios

Así como los silencios de la música crean la música y los reposos deportivos generan una potencia superior, en la producción de un cuadro los momentos en que el pintor mira el lienzo, y sólo mira, pintan tanto o más que aquellos otros en que interviene el pincel.
La ausencia crea tanta o más realidad que la presencia, como también las apariencias son tanto o más intensas que las sustancias. De una se pasa a la otra y de la otra se pasa a la una mediante un vaivén incesante que viene a ser el modelo general de la existencia.
De la enfermedad a la salud, del amor al odio, de la felicidad a la desdicha, de la vitalidad al desfallecimiento. Este binomio de todos los tipos y cuya constelación preside la gran pareja vida/muerte, opera como el código radical de nuestro destino y asumirlo debe llevar a la paz: la paz que se opone a la guerra, la serenidad que sin tregua se alterna con la inquietud, el desasosiego que repetidamente nos impide disfrutar del acuerdo con nosotros mismos. Ni en los veranos o en los veraneos, ni en los bailes y las vacaciones, ni en las epifanías, las onomásticas o las verbenas, se acaba con el insufrible dúo del sí y el no. Parece que vivimos para vivir escindidos. O al revés: vivimos escindidos como la forma inevitable de ser. Seres diseñados para la muerte cuando el ser sólo se concibe como un dibujo vivo.

jueves, 3 de julio de 2008

Poema XXIX

No soy igual en lo que digo y escribo.
Cambio, pero no cambio mucho.
El color de las flores no es el mismo bajo el sol
que cuando una nube pasa
o cuando entra la noche
y las flores son color de sombra.
Pero quien mira ve bien que son las mismas flores.
Por eso cuando parezco no estar de acuerdo conmigo
fijaros bien en mí:
si estaba vuelto para la derecha
me volví ahora para la izquierda,
pero soy siempre yo, asentado sobre los mismos pies.
El mismo siempre, gracias al cielo y a la tierra
y a mis ojos y oídos atentos
y a mi clara sencillez de alma.
Fernando Pessoa

Las flores de Tena

"Ni ayer, ni hoy ni nunca fue un buen día para mandarte flores."

Ante la puerta

No siempre es igualmente fácil ese instante en que nos encontramos ante una puerta. Con frecuencia asaltan algunas dudas o se consolidan algunos temores. Titubeamos, quizá, antes de hacer sonar el timbre o de golpear con nuestros nudillos. O de introducir la llave. Por fin, hemos llegado. Pero no siempre esperamos encontrar las condiciones que soñamos, que buscamos, que deseamos, que necesitamos.
Podría ocurrir que tras el umbral se abriera un vacío, un abismo o un silencio, algo que nos abordara con cierta violencia. Nos atemoriza pensar que alguien sin rostro, sin palabra, aguarda hierático como sólo nada o nadie podría esperarnos. Y dudamos si arriesgar o huir. Así se explica esa distancia que en ocasiones se interpone o se crea entre el fin del trabajo y la llegada a casa, entre la última ocupación y ese encuentro que no sabemos si precipitar o postergar. Y toda una celebración de la demora adopta múltiples y variadas formas. E inventamos buenas razones para retrasar esa llegada, porque la puerta es un acceso a tareas bien conocidas, pero también conforma el enigma de lo imprevisible.
Antes de abrirla, es difícil sustraerse al recuerdo de aquellas ocasiones en que la hemos cerrado o nos ha sido cerrada. Un portazo no es solo contundente o brusco, un portazo es, en ocasiones, definitivo. La puerta comporta tanto el gesto de abrir como de cerrar, es tanto acceso como clausura. Por eso, a veces, cuesta tanto salir. O entrar.
De pie, ante la puerta, espejo opaco, lápida infranqueable, o quizá acceso a otra vida llena de ocasiones y de afectos, nos detenemos. A su lado, alineadas, otras puertas nos alejan de vidas próximas y ocultas, de seres cercanos distantes, de mundos tan ruidosos como inauditos, los de los otros, en sus habitáculos, en sus estancias, en sus casas. En general, las puertas son tristes, hasta las más agradables. Desearíamos que fueran más franqueables, incluso que no fueran necesarias, que el dintel fuera un arco, un trenzado, una salutación.
Resultaría sano que antes de traspasar su umbral contuviéramos el aliento o el paso, siquiera de nuestra alma, de nuestro corazón. No para vislumbrar lo que nos espera, sino para preferir entrar y confirmar que estamos dispuestos a aportar. Sólo así llegaremos de verdad. Nada interesante se encuentra tras la puerta si somos indiferentes para con ello, si nosotros mismos al acceder al interior no tenemos que ver con él, con que resulte más o menos agradable. Y si no es así, porque ya todo está acabado, es como es, más vale reconocer que ese sitio no es ya el nuestro. Pero tal vez al llamar alguien salte a nuestro cuello, o nos abrace o nos acoja. O un sereno silencio nos abrigue. Y entonces la puerta es la puerta de casa.
Ángel Gabilondo

martes, 1 de julio de 2008

¿Médicos o putas?


1.- Generalmente trabaja hasta tarde. ¡Como las putas!

2.-Generalmente es más productivo por la noche. ¡Como las putas!

3.- Le pagan para mantener al cliente feliz. ¡Como las putas!

4.- Cobra por hora pero su tiempo se extiende hasta que termine. ¡Como las putas!

5.- Si es bueno, tiene más trabajo. ¡Como las putas!

6. -Le recompensan por dejar satisfechos a sus clientes. ¡Como las putas!

7.- Es difícil tener y mantener una familia. ¡Como las putas!

8.- Tiene que estar siempre a las necesidades del cliente. ¡Como las putas!

9.- Sus amigos se distancian de él y sólo anda con otros iguales que él. ¡Como las putas!

10.-Se puede enfermar por contagio de sus clientes. ¡Como las putas!

11.- El cliente siempre quiere pagar menos y encima quiere que haga maravillas. ¡Como las putas!

12.- Cada día al levantarse dice: "¡No voy a hacer esto toda mi vida, desgastándome". ¡Como las putas!

13.- Sin conocer nada de su problema los clientes esperan que les dé el consejo que necesitan ¡Como las putas!

14.- Si las cosas salen mal es siempre culpa suya. ¡Como las putas!

15.- Tiene que brindarle servicios gratis a su jefe, amigos y familiares. ¡Como las putas!