viernes, 27 de marzo de 2009

La intuición (I)

El espacio y el tiempo en los que se despliega nuestra existencia son nuestro campo de entrenamiento, en el que se supone que deberíamos aprender de las equivocaciones, los contratiempos, las pérdidas y las tragedias. Esta ambiciosa tarea exige un grado de sabiduría que pocas personas logran obtener completamente antes del final de sus vidas.
El aprendizaje es lento y doloroso. Los obstáculos son bofetadas que muchas veces nos hacen rendirnos y nos dejan sin ganas de aprender. A veces se transforman en heridas mal cicatrizadas que pueden condicionar el resto de nuestros días. Son muchas las veces que, ante una dificultad, daríamos lo que fuera por tener una percepción extrasensorial del futuro, un poderoso tercer ojo que nos ayudara a tomar las decisiones correctas, que nos proporcionara alguna seguridad, alguna pista que nos ahorrara el batacazo. Es en esos momentos cuando nos damos cuenta de lo poco que confiamos en nuestra capacidad de obtener conocimiento desde dentro de nosotros mismos, sin necesidad de analizar los datos recogidos, de cómo desconfiamos de nuestras corazonadas.

Este conocimiento que procede del interior, o quizá del universo, es lo que llamamos intuición. Estudios muy recientes indican que la intuición es el registro de la información proveniente de las redes neuronales que rodean las vísceras: el corazón, los pulmones, los intestinos… Se trataría de la sabiduría del cuerpo. Esta información se registra en el córtex prefrontal e influye sobre nuestro razonamiento y nuestras reacciones. La educación occidental se ha basado en la adquisición del conocimiento a partir de deducciones lógicas, en el estudio de cada parte de un problema para llegar a la solución. Nuestro método de percibir la realidad se ha apoyado en la lógica aristotélica, en la que no hay cabida para los matices de gris, la ambigüedad y los grados de probabilidad. Es un razonamiento derivado del lenguaje. A o no-A.

Más de cien años antes de Aristóteles vivió Buda, y su pensamiento, que influyó a todas las culturas orientales, sí reconocía la unidad de los opuestos. La ciencia actual vuelve a acercarse a Buda y utiliza otra forma de conocimiento más acorde con la realidad humana. Esta forma de pensar y de entender el mundo es la llamada lógica difusa (Fuzzy Thinking, Bart Kosko, 1993) La lógica difusa, o pensamiento difuso, permite captar los matices de la vida real, donde nada es absolutamente blanco o negro. Este razonamiento atiende a los matices de gris, las medias tintas, equilibrios de contrarios, verdadero y falso a la vez y las contradicciones. Para Buda, el camino de la perfección e iluminación no necesitaba las palabras. Había un cartel en el despacho de Albert Einstein que decía: “No todo lo que puede ser contado cuenta, ni todo lo que cuenta puede ser contado”. Las dificultades de la vida son problemas por resolver. Podrían ser similares a los problemas de matemáticas de la escuela, si no fuera porque en la vida nunca disponemos del planteamiento concreto y preciso de la tarea y casi siempre faltan elementos para abordarla: los postulados no suelen estar claramente expuestos. La complejidad de la vida requiere habilidades mentales que sobrepasan la lógica tradicional. Así se entiende la discrepancia que se observa entre el éxito académico o profesional y el éxito en el ámbito de los afectos. La razón es que los dos campos necesitan destrezas ­distintas. La excelencia en lo académico depende en gran medida de un razonamiento lógico y un tratamiento metódico de los datos. En el mundo de los afectos y de los sentimientos, se necesita la lógica difusa e incorporar información basada en la intuición. Es lo que actualmente se denomina inteligencia emocional. Es ahí donde el razonamiento humano se diferencia del razonamiento de un ordenador que funciona con la lógica binaria. De ahí que Gari Kasparov pudiera vencer en el juego de ajedrez a Deep Blue, un ordenador fabricado y programado para jugar al ajedrez. (continuará)