viernes, 21 de noviembre de 2008

¿Qué es la identidad? ( y II)

En realidad la identidad no es una cosa (un objeto) y mucho menos un órgano del cerebro. Es -sobre todo- una conceptualización que procede del hecho de sentirse algo distinto al magma común de nuestros congéneres. La dificultad naturalmente procede del hecho de que al mismo tiempo hay que mantener un cierto anclaje en la realidad de que todos los humanos formamos una misma especie y que por tanto “tengo más en común con mi vecino, incluso con mi enemigo que con cualquier otra criatura de la Tierra”. Esta contradicción es la base de profundos malestares entre las personas concretas y al mismo tiempo representa teóricamente un dilema metafísico de indudable interés entre la similitud y la diferencia que es la base metodológica con la que clasificamos la realidad.
Si a un niño pequeño le damos objetos de distintos tamaños, colores y formas observaremos que ya el infante es un perfecto clasificador ¿Distinto o similar? El niño clasificará bien por tamaño, bien por color o bien por forma según sus preferencias, agrupará o separará los objetos según el criterio que adopte en cada momento, pero más adelante cuando ya sepa hablar y categorice el mundo se encontrará con una dificultad sobreañadida en su tarea de clasificar: además de objetos existen conceptos y los conceptos como abstracciones que son pueden ser contradictorios entre sí; decimos entonces que son contrarios u opuestos: bueno-malo, noche-día, valiente-cobarde, guapo-feo y que son por tanto contradictorios lógicamente, no pueden darse a la vez, lo que nos obliga a un tipo de pensamiento de exclusión o categorial. Si elige uno será para abandonar otro, de esta manera el mundo gracias a nuestro pensamiento simbólico va perforando la realidad y dividiéndola paulatinamente en diversos mundos que sólo podemos habitar uno por vez y que socavan nuestro pasado que ya no podrá volver a vivirse. Una vez dividida la realidad en conceptos opuestos no se puede sino estar en uno de ellos instalado, mientras el otro opuesto se ignora (o se añora) definitivamente.
En este sentido la identidad siempre se asienta en una falacia categorial: o se es guapo o se es feo, o se es inteligente o se es limitado. La mayor parte de la población, que discurre por el centro de estas polaridades, no se encuentra allí por haber realizado una síntesis con los contrarios sino porque estos contrarios no han sido lo suficientemente significativos individualmente como para constituirse en atractores, es decir en metapreferencias. Uno/a solo se considerará atractivo/a o feo/a si la belleza en sí misma ha logrado constituirse en metapreferencia. Y eso es una elección, un acto intencional que usualmente se hace a través de otro de los fundamentos de lo humano: la manía de compararnos con los demás que a su vez bifurca el mundo en dos nuevas posibilidades: la envidia y la admiración. Sólo podemos envidiar o admirar aquello que -en el otro- desearíamos poseer si bien de las dos elecciones la envidia es la peor metapreferencia que puede hacerse cuando uno anda comparándose.
No hay identidad sin otro con el que compararse, pues compararse es una de las primeras operaciones cognitivas con intención objetal que se dan en los niños. Una de las primera decisiones que toma el niño (y que consiguientemente dividirá el mundo en dos) es ésta: ¿Qué quiero ser? ¿papá o mamá?. La segunda es ¿Cómo quiero ser? ¿Como papá o como mamá? Y esta es la tercera: ¿dónde seré? ¿en la posición de papá o en la posición de mamá?. Naturalmente estas elecciones tienen mucho que ver no sólo con las identificaciones sexuales sino tambien sobre eso que llamamos personalidad y el lugar que ocuparemos entre esos mundos escindidos que nuestra manía categorial han propiciado.