miércoles, 18 de junio de 2008

Deseo

No decía palabras,
no decía palabras, acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
porque ignoraba que el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,
remonta por las venas hasta abrirse en la piel,
surtidores de sueño hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

Un roce al paso, una mirada fugaz entre las sombras,
bastan para que el cuerpo se abra en dos,
ávido de recibir en sí mismo otro cuerpo que sueñe;
mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.

Aunque sólo sea una esperanza
porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe.

Luis Cernuda

Canciones de cuando era un niño...

La soledad (y II)

Los sentimientos tienen geografía e historia. Se manifiestan de distinta manera en culturas y en momentos históricos diferentes. El alma humana siente de muchas maneras. Hay sociedades comunitarias y sociedades individualistas, y en cada una de ellas la presencia o ausencia del otro se vivirá de maneras diferentes. Amae es el sentimiento más importante de la cultura japonesa. Es un sentimiento de interdependencia, que implica “depender y contar con la benevolencia de otro, sentir desamparo y deseo de ser amado”. En Europa, la soledad ha sufrido pleamares y bajamares.

La búsqueda de la soledad tuvo un origen religioso. Los eremitas se retiraban al desierto para vivir “a solas con el Solo”. Consideraban que el trato con los demás era una fuente de distracción o de tentaciones. San Simeón estilita, viviendo en lo alto de una columna, puede servir de símbolo de este afán de soledad. Sin embargo, durante la edad media, que fue una época transida de miedos, la soledad aparece como amenazadora. El Renacimiento trajo una afirmación de la individualidad y un nuevo deseo de volver hacia uno mismo, Petrarca escribe un tratado de la vida solicitaria (De vita solitaria). Hay tres soledades, dice: la del lugar, que es la del desierto; la del tiempo, como la que trae la noche; la del alma, como la experimentan aquellos a los que la profunda meditación separa de los demás y les permite estar solos donde y cuando quieren.También Montaigne escribe sobre la soledad. La necesita para escribir, pero reconoce que los estudiosos son presa fácil de la melancolía. Esta palabra tiene enlaces sutiles. Significa una tristeza sin motivo y sin sufrimiento. Victor Hugo la definió como “la dicha de ser desdichado”. Aparece dotada de un aura poética, y los románticos la buscaron afanosamente y, a través de ella, la soledad. Eso produjo un enfrentamiento entre ilustrados y románticos. Los enciclopedistas detestaban la soledad, porque consideraban que el hombre es esencialmente sociable. El romanticismo, vuelto hacia la escucha de los sentimientos, sólo puede coordinar su pasión amorosa con su afán de soledad y melancolía, degustando amores desgraciados. Rilke, que es un posromántico, da una definición del amor que mantiene el mínimo de comunicación: “Dos soledades que se protegen, se completan, se limitan, se reverencian”. Su ideal es “amar de lejos y conservar para sí la soledad”.

Mucha gente teme la compañía, y también mucha gente teme la soledad. Este horror puede ser tan intenso que incite a mantener cualquier tipo de relación con tal de librarse de él. Albert Ellis, un gran terapeuta, en su estudio de las creencias falsas que amargan la vida, incluía la de quienes creen que nunca podrían vivir solos. Para evitar fracasos recomendaba una “escuela para la soledad” paralela a una “escuela para la convivencia”.

Catherine Lutz es una de mis antropólogas preferidas. Vivió durante dos años en un atolón perdido en el Pacífico, con el pueblo de los ilongots, y despues nos contó el mundo afectivo de esa comunidad en un famoso libro titulado Unnatural Emotions. Los ilongots viven en grandes cabañas comunitarias, lo que resultaba muy incómodo a Lutz, acostumbrada a la privacidad de nuestras sociedades. Por ello pidió que le cedieran una pequeña cabaña para ocuparla ella sola. Con ello se granjeó una reputación de demente, porque nadie en su sano juicio, pensaban, podía preferir vivir solo a disfrutar de la cercanía y el contacto con otras personas. La necesidad de vinculación troquela las costumbres. Cuando los ingleses introdujeron el fútbol, los tangu de Nueva Guinea se negaron a jugar si no se cambiaban antes las reglas del juego. A los tangu no les gusta que haya ganadores y perdedores, por lo que hubo que cambiar la finalidad del partido. Lo importante era empatar, y jugaban hasta que lo conseguían. A veces, hasta varios días.

Leo en L’Express: “En Francia hay diez millones de célibataires”, de personas que deciden vivir solas, en una soltería buscada. Parece que ha calado la pesimista frase de Sartre: “El infierno son los otros”. Sin embargo, las encuestas dicen que los solistas disfrutan más de la amistad. Tienen 3,1 amigos de media, mientras que las parejas sólo 1,8. La única condición que ponen es que la amistad no exija compromiso ni altere la independencia o la libertad. Muchos sociólogos se alarman ante la expansión de un individualismo feroz, que no acaba de reconocer la necesidad de vinculación. La soledad se ha convertido en la fortaleza. “Mi soledad es mi castillo”, piensa mucha gente, y desde ella hace excursiones al exterior, para volver siempre al refugio. La reconstrucción del vínculo social, la invención de nuevos sistemas afectivos para la convivencia, aparece así como una de nuestras prioridades culturales.