viernes, 28 de marzo de 2008

El asco (y III)

La fuerza del asco para inhibir conductas ha recomendado su utilización como instrumento de educación moral. Junto a la vergüenza y la culpa forma la tríada de sentimientos morales. Sentimos, en efecto, repugnancia ante ciertas conductas. Por ello, los sermones de los moralistas insistían mucho en subrayar la asquerosidad del pecado. En las descripciones del infierno, el olor a azufre era imprescindible. En el siglo X, Odón, abad de Cluny, escribe un exabrupto con el que pretendía eliminar las concupiscencias pecaminosas: “La belleza física no va más allá de la piel. Si los hombres vieran lo que hay debajo de la piel, la vista de las mujeres les sublevaría el corazón. Cuando no podemos tocar con la punta del dedo un escupitajo o la porquería, ¿cómo podemos desear abrazar un saco de estiércol?”. Todavía a mediados del siglo XX, el padre Antonio Royo Marín, un reputado moralista, en el capítulo de su Teología moral para seglares dedicado a la sexualidad, advertía que iba a abordar “una materia escabrosa y nauseabunda”.
Sin embargo, hay algo que rebaja la eficacia de esta retórica: el deseo suspende provisionalmente las reglas del asco, por eso en ocasiones puede llegar a extremos incomprensibles.
También el amor suspende las reglas del asco, como sabe toda madre que tiene que limpiar el culito de su niño. Recuerden que antes les dije que lo opuesto al amor no era el odio –del odio al amor sólo hay un paso– sino el asco. Es una aversión más inmediata y potente. La incompatibilidad entre el amor y el asco nos permite descubrir otra característica de este sentimiento. No sentimos asco por lo que pertenece a la propia intimidad, sino por lo que se halla fuera de ella. Es fácil poner ejemplos. Nadie siente repugnancia al tragar la propia saliva, pero nadie es capaz de beber un vaso lleno con ella. Al salir del cuerpo, queda afectada por las leyes generales de la repugnancia. El sentimiento de pertenencia, por lo tanto, es un gran antídoto contra el asco. Sabemos que hay personas que sienten repugnancia hacia una parte de su cuerpo, porque, de alguna manera, no se identifican con ella. Es el trágico problema de las personas transexuales, que no pueden soportar la vista de sus órganos genitales. El amor, al permitir el ingreso de otra persona en la propia intimidad, al hacer posible un nuevo tipo de vinculación, puede abolir algunas de nuestras repugnancias.
Hay una derivación del sentimiento de asco que me parece trágica. Algunas personas sienten profunda atracción por lo repugnante. No me estoy refiriendo a desviaciones como la coprofagia o a los que buscan excitación en lo que les produce asco, en un proceso muy parecido a los que la buscan en el dolor. Me refiero a algo más profundo: a la búsqueda voluntaria de la abyección. A una especie de hundimiento voluntario en un mundo repulsivo, al envilecimiento. Es una posibilidad humana, pero terrible, esta claudicación de la propia dignidad. En su origen puede haber un deseo de autodestrucción, una protesta contra la sociedad o un afán de expiación. Baudelaire, el autor de Las flores del mal, es un ejemplo claro. Buscaba la liberación de sus fantasmas en la depravación, que era una especie de autocastigo. El lector habrá comprobado cómo un sentimiento puramente fisiológico –el asco– ha ido ampliando su radio de acción, incluyendo elementos morales, sociales, religiosos. Así estamos hechos. El mundo de los sentimientos es una selva fértil, dada a polinizaciones cruzadas, en la que brotan arquitecturas plurales y barrocas, flores maravillosas y flores carnívoras. Por eso es tan apasionante explorarlo.