viernes, 22 de agosto de 2008

La mirada del otro


Es tan difícil o imposible llegar a autoconocerse bien que a casi cualquier opinión que oímos verter sobre nosotros concedemos un efecto desaforado. ¿Desaforado? La medida de la resonancia que le conferimos siempre nos ha de parece desmesurada pero simplemente porque no poseemos la cierta medida de lo que parecemos o somos. En realidad, ¿cómo no pensar que venimos a ser una identidad madurada en las embestidas que recibimos, las atribuciones que nos sobrevienen, los elogios que nos regalan o los desdenes que nos achican? Contarse a sí mismo, tanto aritméticamente como literariamente, representa el ejercicio más incierto. La verdad escapa de nuestro análisis puesto que cualquier punto de vista sobre uno mismo requiere antes la determinante elección del ángulo de visión.
Ocurre como cuando, al contemplarnos en el espejo, adoptamos una pose, un bisel o un gesto y hasta una mueca en los que confiamos para quedar mejor. Pero, en el mejor de los casos, la buena imagen que así se obtiene ¿cómo no convenir que procede de una estudiada manipulación? Nos preparamos para presentarnos ante nosotros en el espejo movidos por el temor a vernos mal o muy mal. A reconocernos, en fin, en lo indeseable, presos de una enfermedad incurable, expuestos al directo conocimiento del público en la única y averiada versión que ven. Y así ocurre también con el malestar que sentimos al escuchar nuestra voz en una grabación o nuestros movimientos en la pantalla de un vídeo. La expectación por vernos recuerda la expectación por examinar a un desconocido y se junta además con el pavor de vernos mal puesto que a lo mejor nos vemos bien pero nunca se encuentra garantizado. Nada hay concreto e inmutable en nuestra imagen ni tampoco a resguardo de cualquier interpretación puesto que la misma extrañeza con la que nos auscultamos el habla o la figura nos informa del menguado conocimiento que en verdad poseemos de nuestro yo. Ese yo desconocido emerge y se nos presenta como un elemento que nace desde el centro del yo con quien convivimos. Tan extraños para nosotros mismos que preferiríamos no percibir su ajenidad. O bien, nunca en fin nos sentimos más libres que cuando no nos imaginamos o lo hacemos mediante un olvido de lo que pudiera ser real.
Nunca nos sentimos peor, en efecto, que cuando reflejados en un escaparate el paseante que somos torpemente nos encara. ¿Cómo no inventarnos para rehuir este martirio especular? ¿Cómo no vivir en el vilo de ser descubiertos dentro de esa invención? Una invención que, por añadidura, en la mayoría de los supuestos no conocemos ni aproximadamente sus perfiles y medidas. El otro nos mira, nos mide, nos talla, nos diseca. En su pupila nos delimitamos como un ser concreto. Por contraste, la dificultad de autoconocernos, la convivencia con un ser perteneciente al inasible reino de la ausencia, nos procura un balsámico bienestar.
No estar frente a la mirada de sí coincide con el mayor recreo posible puesto que no hay peor verdugo que la incontrolada mirada que nos echamos encima y que, como un chacal, nos deforma y como una alimaña nos desdice. El otro, en fin, nos tiene en sus ojos. La pareja que nos ama nos embellece, nos blinda de nuestra visión insufrible y nos cubre con la benevolencia de la suya, esa tierna laguna en donde flotamos como recién nacidos.
Vicente Verdú

martes, 19 de agosto de 2008

Derrochador de encanto

Derrochador de encanto, ¿por qué gastas
en ti mismo tu herencia de hermosura?
Naturaleza presta y no regala,
y, generosa, presta al generoso.
Luego, bello egoísta, ¿por qué abusas
de lo que se te dio para que dieras?
Avaro sin provecho, ¿por qué empleas
suma tan grande, si vivir no logras?
Al comerciar así sólo contigo,
defraudas de ti mismo a lo más dulce.
Cuando te llamen a partir, ¿qué saldo
podrás dejar que sea tolerable?
Tu belleza sin uso irá a la tumba;
usada, hubiera sido tu albacea.
William Shakespeare

domingo, 10 de agosto de 2008

El precio de la libertad

La versión heredada, bastante moderna, pero heredada, arranca del descubrimiento del secreto de la vida a mediados de los años 50: nuestra constitución genética –las instrucciones conductuales que llevamos en el núcleo de cada una de nuestras células– se encarga de que nos comportemos de una manera o de otra. Que seamos optimistas o pesimistas. Agresivos o benevolentes. Lúdicos o indiferentes. Vagos o trabajadores. Curiosos o indiferentes. Empáticos o desconsiderados. Con un matiz, claro; dependiendo del entorno que nos haya tocado vivir, los genes responsables, por ejemplo, de la depresión pueden no expresarse.
Potencialmente podemos ser unos depresivos que entristecen la vida a los demás, aunque nuestro destino concreto no sea éste gracias a haber aterrizado en un entorno amable, pacífico, benevolente y considerado. Durante 40 años se fraguó un debate entre los que creían que todo dependía de los genes, los que creían que la mitad dependía del entorno y los convencidos de que la educación y el entorno podían con todo.
Si estabas aquejado por una enfermedad mental, ibas al médico, fuera psiquiatra o neurólogo, o bien al psicoanalista y a los psicólogos. Si tenías –como ocurre con algunos amigos míos– el presentimiento de que la conducta era el resultado de las leyes universales que rigen los procesos cerebrales, te ibas de cabeza al especialista del cerebro. Si, por el contrario, considerabas que la individualidad de cada persona está marcada por su inconsciente, entonces te ibas de cabeza al psicoanalista.
Ahora empezamos a entender por qué nos iba igual de mal en los dos casos. Neurólogos punteros de todo el mundo –fundamentalmente en Suiza y Estados Unidos– están demostrando que necesitan a los psicoanalistas y éstos a los neurólogos en la misma medida para interpretar la realidad. La espoleta que ha activado la convergencia de estos dos ríos del conocimiento ha sido el nuevo concepto de plasticidad cerebral: se acaba de descubrir que cualquier experiencia personal deja una huella indeleble en la estructura cerebral que, a su vez, puede dejar otros rastros en grupos de neuronas que interactúan entre sí a raíz de dicha huella. Allí dentro no hay nada que cambie de una vez para siempre. Estamos descubriendo, asombrados, que se producen discontinuidades, transformaciones superficiales en las sinapsis y permanentes y profundas en otros circuitos. Estamos programados, es cierto, pero para ser únicos. Totalmente distintos del vecino y de los demás.
Y, claro, si estoy programado para no estar determinado porque soy único –todo ello por culpa del famoso inconsciente–, necesitaré al psicoanalista, que mediante un juego verbal reconozca al inconsciente, y no sólo al neurobiólogo, el cual me detalle las leyes universales de los procesos cerebrales.
Ahora bien, –a la luz de lo que veo en la calle– me pregunto si lo más importante no sería descubrir las razones que explican esa capacidad infinita de la gente para ser infeliz. ¿Tiene esta infelicidad algo que ver con el inconsciente del que hablaba antes?
A ver si resulta que al no estar determinado por los genes o conocimientos innatos soy más libre que el resto de los animales; tengo que empezar desde cero –al contrario del pollito que sale disparado picoteando al nacer– y, claro, me equivoco muchas veces. Soy más infeliz porque soy más libre.
Eduard Punset