jueves, 8 de mayo de 2008

El pudor ( y III )

Los excesos y las discriminaciones producidos en la cultura occidental por una moralidad centrada en la sexualidad han provocado múltiples intentos de combatir el pudor al considerarlo un obstáculo para emancipaciones morales o políticas. En los kibutz israelíes se ensayó una educación en la que niños y niñas compartían dormitorios y duchas para evitar pudores excesivos. El intento no duró mucho porque los adolescentes desarrollaron sentimientos de pudor y protestaron por la falta de ­intimidad.


Me inclino a pensar que todos los sentimientos derivados de la vergüenza proceden de una matriz natural, originada en nuestra esencia social, de la necesidad de vinculación afectiva, de aceptación y reconocimiento, y de la necesidad de establecer controles sociales que no necesiten apelar a la fuerza. Pero el alcance y el contenido de este sentimiento embrionario son definidos por la sociedad. Así se explica la sorprendente diversidad de partes del cuerpo que los humanos han considerado vergonzosas o inmodestas. Para la mujer islámica es el rostro y los codos, pero el pecho puede mostrarse al público si se está amamantando a un niño; para los chinos tradicionales, es el pie desnudo; para los tahitianos, el vestido es irrelevante, sólo el cuerpo sin tatuar es inmodesto; en Melanesia, el vestido es indecente, mientras que en Bali cubrirse el pecho es en el mejor de los casos una coquetería, y en el peor, una marca de prostitución; antes de la reforma de Ataturk, las mujeres turcas estaban obligadas por ley a cubrir el dorso de la mano, mientras que la palma podía enseñarse sin vergüenza ni embarazo. Un nudista que no tiene pudor corporal puede sentir enorme vergüenza al emitir algún ruido corporal escatológico durante una recepción.


El hecho de que un comportamiento humano sea natural no significa que no pueda alterarse o desaparecer. El pudor, relacionado con la sociabilidad, tiende a disminuir cuando se impone el individualismo, que se despreocupa de los demás. Una sociedad pudibunda puede ser insufrible, pero una sociedad absolutamente impúdica, también. Ocurre lo mismo en todo el dominio de la vergüenza. No podemos vivir avergonzados, pero tampoco podemos vivir entre sinvergüenzas.


Aunque sea de paso, quiero mencionar otro tipo de pudor: el que no se refiere a desnudar nuestro cuerpo, sino nuestra alma. Hay un pudor referido a la expresión de los sentimientos íntimos. En una novela del siglo XIII, Le roman d’Escanor, el protagonista llora la muerte de su amiga. Sus compañeros le reconvienen porque no es propio de un hombre mostrar tan gran dolor, por lo que el caballero, cuando va al encuentro de sus pares, “adoptó el mejor porte que pudo, porque tenía vergüenza y pudor de mostrar su aflicción”. Una de las formas más constantes del pudor es la que experimenta un hombre en mostrar sus lágrimas. La Bruyère titula un capítulo de su obra “¿Por qué se ríe libremente en el teatro y se tiene vergüenza de llorar?” En el siglo XVII no era educado mostrarse desnudo ante alguien a quien se debe respeto, pero se podía uno desnudar delante de un criado. La Bruyère dice lo mismo respecto de los sentimientos: “Se vuelve el rostro para reír o llorar en presencia de los grandes y de todos aquellos a los que se respeta”. Este pudor es claramente cultural. En la propia naturaleza de los sentimientos está ser expresivos, porque tienen una función de vinculación social. Por ejemplo, el llanto es una petición visible de compasión y ayuda. Sólo cuando se quiere evitar socialmente esta petición se prescribe el ocultamiento de las lágrimas.


Deberíamos recuperar el sentimiento de pudor, pero rediseñándolo, haciendo algo parecido a lo que hemos hecho con el concepto de honor. Era demasiado social y lo hemos convertido en dignidad, que es un valor intrínsecamente personal. El nuevo sentimiento de pudor no debería relacionarse con el miedo a ser visto o juzgado, o con un recelo hacia el cuerpo, sino que debería fundarse en el respeto debido a la dignidad propia y ajena. Así entendido, el pudor sería la vergüenza que nos impediría realizar actos indignos. Los demás pudores no merecen pervivir. Son supervivientes, es decir, supersticiones

La obscenidad guarda relación estrecha con el pudor. Es la exhibición maliciosa y grosera de las cosas relacionadas con el sexo. Una de las manifestaciones –excesivas– de la impudicia y de la relación obscena es el exhibicionismo. Como escribe Castilla del Pino: “Mientras al nudista se le ven sus genitales, el exhibicionista los hace ver, y es más, hace ver sólo sus genitales”. ¿Cuáles son las actuaciones que calificamos de obscenas? Aquellas en las que se manifiesta un afán de hacer ver al otro, un indebido hacer notar a los demás. Ante todo, en lo que respecta a las actuaciones sexuales, pero, por extensión, también a aquellas otras no sexuales que se consideran, en un contexto social determinado, que deben ser privadas o íntimas.Al ampliar así el concepto de obscenidad se solapa con el concepto de impudor.


La exhibición de supuestas virtudes, de supuestas penas, de supuestos padecimientos físicos nos parecen muchas veces obscenos, porque juzgamos que deberían ser reservados y, por ello, inferidos por los interlocutores, a pesar del control a que somete el protagonista sus sentimientos y emociones. El pavoneo del cínico está cercano a la obscenidad. Diógenes, que acostumbraba a comer, defecar y masturbarse en la plaza pública, es un ejemplo. Me sorprendió la primera vez que leí –en la obra de Le Senne, un moralista francés– que lo contrario al pudor era el cinismo. Ahora pienso que tiene razón. Los sentimientos forman una red dotada de una maravillosa lógica vivida que hay que descubrir.

La atenta escucha

No es infrecuente aparentar que hablamos, cuando en rigor solo estamos pidiendo o dando explicaciones, justificándonos, acusándonos, si no dejando marcadas las piedras de una camino para volver a las andadas. En tal caso, lo decisivo ya no es lo que el otro dice, sino en qué modo nuestro hablar lo acalla, o lo domina. Siempre ha sido interesante y necesario ponerse en el lugar del otro. Y no tanto saltando desde nuestra posición a la suya, cuanto haciendo que la nuestra esté tejida y constituida también por la palabra ajena. Es cuestión de decirle a él, pero, sobre todo, de decir con él. Ello exige tratar de comprender sus razones y de no aferrarse simplemente a lo que ha dicho.

No escuchar es apresar y quedar apresado por las palabras enunciadas, no atender al sentido, ni a la orientación, ni a lo que persiguen, ni a lo que buscan, fijar lo señalado, bloqueándolo.

Hay sin embargo quien es capaz de tal cordialidad, de tal hospitalidad, de tal inteligencia, que se hace cargo del decir del otro y no solo de lo dicho, o de lo que dice. Escuchar es interesarse por el quién del otro, por lo que le constituye y le hace singular. Para ello hemos de no dar por supuesto, ni anticiparnos a lo que dice, suponiendo lo que quiere decir. Se precisa una suerte de puesta en suspenso, hacer un silencio que acalle los ruidos y abrirnos generosamente al decir de los demás.

Así que la atenta escucha empieza por preocuparse u ocuparse de los otros, por interesarse por su vida y sus acontecimientos, más que por el cúmulo de incidentes que la componen. No se trata de ignorarlos, sino de recibir sus efectos, de considerar en qué modo afectan o constituyen la libertad o el gozo de alguien. Abrazar su peripecia de vida, sus avatares, venturas y desventuras es la forma primordial del escuchar. Cuando eso sucede, no nos limitamos a interesarnos por lo que cuenta, sino por él, por ella.Por eso es tan hermoso no solo escuchar al otro, sino escuchar conjuntamente con él algo otro, orientar el oír en la dirección de un atender, un responder, un corresponder y quizá, incluso en silencio, dejarse afectar y sentir, que es un oír con olfato, lo que pasa y lo que podría llegar a ocurrir.

La atenta escucha accede también a lo que aún no ha pasado y, es más, lo hace suceder. Es otra forma de habitar el tiempo, sin prisa. La voz de otro nos llega y acaricia, nos altera, nos susurra, nos interpela y en nuestra escucha se hace palabra. Escuchar es un modo supremo del querer.

Ángel Gabilondo