lunes, 21 de enero de 2008

Tributo a Ángel González (II)

Todos ustedes parecen felices...
Y sonríen, a veces, cuando hablan.
Y se dicen , incluso,
palabras de amor.
Pero se aman
de dos en dos
para odiar de mil en mil.
Y guardan
toneladas de asco
por cada milímetro de dicha.
Y parecen
-nada más que parecen-
felices, y hablan
con el fin de ocultar
esa amargura
inevitable, y cuántas
veces no lo consiguen,
como no puedo yo ocultarla
por más tiempo,
esta desesperante, estéril, larga
ciega desolación por cualquier cosa
que -hacia dónde no sé-, lenta, me arrastra.

La ira (II)

El simpático gruñón es una persona rabiosa, tanto como el quejoso, el resentido, el riguroso, el irónico, el susceptible, el eterno agraviado, el irritado, el agresivo, el rencoroso o el violento. La rabia se revela mediante formas que van de las más aceptables a las más inconfesables. También hay rabia en el pasivo agresivo, alguien que jamás exterioriza su ira de un modo abierto, pero se muestra intolerante y negativo. Es el que espera lo peor de los demás, como si el otro fuera su enemigo; que siempre hace presunción de culpabilidad. El que alberga rabia suele creerse víctima del mal comportamiento de los demás, de su desidia, mala voluntad, picardía, deshonestidad, vagancia, incompetencia, poca pericia al volante y muchos más pecados. De ahí que siempre tenga sus armas empuñadas.

La ira ocasional no causa daño duradero al organismo, pero la ira crónica y sostenida mantiene el cuerpo en constante estado de emergencia y preparación para la lucha. Esto afecta a funciones corporales regulares como la digestión, la depuración de la sangre de colesterol y la resistencia a las infecciones. Contribuye al desarrollo de enfermedades tales como los trastornos digestivos, hipertensión, enfermedad coronaria, sistema inmunitario debilitado, erupciones, dolores de cabeza y más. No importa si la ira se expresa o se reprime, siempre es dañina para la persona porque se alimenta a sí misma. Prolonga y sobrecarga todos los cambios hormonales asociados. La ira crónica inhibida es nociva porque moviliza respuestas del sistema nervioso simpático sin ofrecer ninguna liberación de la tensión. El efecto es igual que pisar a fondo el acelerador del coche al tiempo que se aprietan los frenos.

Según la psicología cognitiva, la ira tiene su origen en el estrés más pensamientos activadores. La buena noticia es que puede desactivarse con un aprendizaje adecuado. Ser plenamente conscientes de lo que se está sintiendo y pensando es la clave para la desactivación de la emoción.
Todo nace del estrés y la tensión causados por el dolor, la frustración o la idea de amenaza. Esta vivencia de estrés se intensifica mediante ideas que potencian la ira. Son los pensamientos activadores de culpabilización y de los “deberías”. Por ejemplo, “los empleados no deberían ir a desayunar si hay gente esperando en la cola”. Otro activador es la culpabilización: “No hacen su trabajo con ilusión” o “son unos incompetentes”. Si el estrés es el combustible que crea niveles altos de excitación fisiológica, las ideas culpabilizadoras y los “deberías” actúan como la chispa que enciende el fuego. El estrés no es una causa suficiente para la ira, hace falta una “adecuada contribución psicológica” para convertir el estrés en una emoción hostil. Hace falta, igualmente, pensar que las otras personas son malas, injustas, incompetentes y merecedoras de castigo. (continuará)