lunes, 1 de septiembre de 2008

Secretos

Aunque contara todos mis secretos, si los hubiera, o dado que los hay, no acabaría de decir lo que oculto, a pesar de que no lo esconda. No es solo reserva o sigilo, ni basta con que deseemos que no lo conozcan los demás para que algo llegue a ser nuestro secreto.
El más magnífico de ellos no es el que hurtamos a la mirada ajena, sino aquel que, estando a la vista, no nos es visible ni siquiera a nosotros mismos. Nada por tanto menos adecuado que decir que uno no tiene secreto alguno. En tal caso, además de ser el secreto del que uno no dispone de noticias, constituiría a su vez el secreto del secreto mismo. No es que no se lo digamos a los demás, es que no nos lo decimos ni a nosotros mismos.Fue Sócrates quien escuchó de Teeteto que hay quienes creen que solo existe o solo es real lo que se puede ver con los ojos o agarrar con las manos. A lo que respondió: "¿De verdad que hay gente tan obstinada y repelente?". Considerar que lo que hay se agota en lo visible es tan simple como estimar que el otro es lo que vemos de él. Incluso cuando se nos desvela, no se revela. Si se nos mostrara por dentro, no daríamos con su interior, si nos contara cuanto sabe de sí mismo, no nos ofrecería sino el relato de quien es, pero él siempre se mantendría intacto. No escondido en otra parte, en lugar alguno, esperando la ocasión de aparecer en escena. Los otros son un enigma para sí mismos. Dicho todo, quedan por decir. Por eso es tan importante no querer agotar la palabra de los demás, escudriñando su verdad, como si hubiéramos de nadar en las aguas de su intimidad, hasta contemplar su rostro, su nombre. Este gesto idolátrico por exceso de objetivación y de malentendido interés solo desea poseer al otro, atrapar su secreto, tenerlo. Pero la inaccesibilidad del secreto se opone a una diabólica toma de posesión con afán de captar al otro.Hay tantas cosas de qué avergonzarnos, tantas cosas mal hechas, tantos asuntos para sentirnos culpables, que deseamos liberarnos de ellos confesando su existencia, en la confianza de recibir de alguien un abrazo comprensivo, liberador. Pero nadie se desahoga del secreto que le constituye. Si nos desprendiéramos de él, pronto comprobaríamos que nos despedimos de nosotros mismos. Es cierto que hay cosas que no contamos, asuntos que no desvelamos, cautelosos, celosos de preservar algún reducto en el que lamer nuestras propias debilidades o goces. Y no deja de ser espléndido compartir esos cada vez más minúsculos retazos, pero el secreto de nuestra singularidad late a menudo en la intemperie, en la superficie. No se oculta, es el mejor guardado aunque esté al alcance de todos. Pero jamás se tomará. Solo se mostrará cuando haciéndose él patente ya no estemos ni para ocultarlo.
Ángel Gabilondo