jueves, 8 de noviembre de 2007

Hablo de nosotros

Hablo de nosotros(no sé si es un poema),
hablo de nosotros que no somos sencillos,
pero sí vulgares (como se comprende).

Hablo sin tristeza (y no porque esté alegre),
sin resentimiento (mi odio es de agua fria);
hablo de nosotros y alguien debe entenderme.

Hablo serenamente.
Necesito muy poco(por ejemplo, mi tiempo);
necesito gastar dinero sin pensarlo,
besar dos o tres bocas (sin comprometerme).

Necesito lo justo (superfluo si calculo),
un delirio alegre (razonable en el fondo);
necesito lo poco que nadie quiere darme,
lo mucho que es un hombre.

Pero soy blando y tonto(¿quién al fin no llora?);
soy de fango informe que dulcemente arrastra,
de tierra que a ti me une.

Soy de miseria pura (o de amor infinito),
soy de nada, del todo que al mirarte comprendo,
¡oh pequeño, pequeño, pegajoso, tan tierno,
tan igual a mí!

Gabriel Celaya

La ternura (III)

La pérdida de ternura es la causa de muchos fracasos de pareja. Es como si los enamorados envejecieran de repente: se vuelven adultos, se endurecen los sistemas de autodefensa, surgen relaciones de poder, e incluso llegan a considerar ridículas las ternezas anteriores. “No está el horno para bollos”, dice el refrán. Es muy difícil sentir ternura y ejercer comportamientos de cuidado con quien se muestra exigente o poderoso. Se fijan los roles, que suelen atribuir la ternura a la mujer y al hombre la dureza. El abismo se ahonda. Las sugerencias de que los hombres seamos más femeninos y las mujeres más masculinas, no acaban de cuajar. Mantener la ternura puede ser una solución porque permite la alternancia de papeles. Todos necesitamos dar y recibir ternura, cuidar y ser cuidados, porque todos somos vulnerables.

Creo que la sociedad también la necesita. Ésta sería la gran superexpansión de la ternura, el nuevo gran cambio que debería protagonizar. Sin duda, el mundo necesita la justicia como nivel básico e imprescindible de la convivencia. Pero la justicia puede ser estricta y fría. Para completarla, deberíamos instaurar una cultura del cuidado, impulsada y dirigida por una ternura inteligente. Necesitamos, en cierto sentido, una maternalización de la sociedad, algo que nos hiciera recordar para bien nuestra pequeñez e indefensión. Hanna Arendt consideraba que su maestro –y amante– Heidegger se equivocaba al decir que la angustia ante la muerte era el sentimiento básico. Para ella, era la ternura ante el nacimiento lo que nos hacía humanos. Margaret Mead escribió un libro sobre los arapesh, un pueblo cuyo gran anhelo era que los niños y el ñame que los alimentaba crecieran bien. Me parece un bello ideario. (continuará)
José Antonio Marina