martes, 11 de diciembre de 2007

La envidia (y III)

Como todos los sentimientos que confinan en la soledad –la vergüenza o el miedo, por ejemplo–, el silencio es el mejor aliado de la envidia, que como los hongos se reproducen en ambientes cerrados. A quien la siente le conviene quejarse de ella como se quejaría de un dolor de estómago, no identificarse con ella. Él no es su envidia. La envidia es un invasor, un enemigo. El envidioso es un ser humano que sufre, para su desgracia, una úlcera afectiva, que él no se ha provocado.
John Rawls, un famoso filósofo, autor de una teoría de la justicia muy respetada, estudió el componente social de la envidia, que a veces está provocada por grandes diferencias sociales. Pensaba que su origen no era tanto la carencia de esos bienes como el sentimiento de la propia impotencia para conseguirlos, y que por ello facilitar los medios de progresar, aumentar las posibilidades de ascenso social, era la gran solución.


Creo que esta postura activa, de autoafirmación ejecutiva, es útil en todos los casos. La envidia, como tantos otros sentimientos destructivos, es rumiadora y pasiva. Se enrosca sobre sí misma. Y la acción, el sentimiento de la propia eficacia, es el mejor procedimiento para salir de ese pantano emocional.
Abel Sánchez se titula la novela que Miguel de Unamuno escribió sobre la envidia. El protagonista, Joaquín de Montenegro, es un hombre arrebatado por ese sentimiento, que no le permite vivir. Sin embargo, no piensa que sea envidia lo que siente. Piensa que percibe objetivamente la malignidad de sus envidiados. Vive en su sentimiento, absorto en él, identificado con él, sin capacidad para dar un paso atrás y observarse. Cree que percibe cuando en realidad está interpretando. Al recordar la boda de su enemigo, su comentario es: “Ellos se casan por rebajarme, por humillarme, por denigrarme; ellos se casaron para burlarse de mí; ellos se casaron contra mí”. Unamuno escribió esta obra, según explica, angustiado por la experiencia de la vida española, que consideraba infectada por un virus cainita. Leo en el prólogo: “Salvador de Madariaga, comparando ingleses, franceses y españoles, dice que en el reparto de los vicios capitales que todos padecemos, al inglés le tocó más hipocresía que a los otros dos, al francés más avaricia y al español más envidia". Y esta terrible envidia ha sido el fermento de la vida social española.


Los celos son otra cosa. Son dos sentimientos que con frecuencia se confunden. Lo que siente un niño por su nuevo hermanito ¿son celos o envidia? Los celos tienen dos características esenciales. Se sienten celos por un bien que se ha tenido y que se teme perder, mientras que se puede envidiar algo que nunca se ha tenido. En segundo lugar, los celos siempre tienen una estructura triangular: el celoso, la persona de la que se tienen celos y, normalmente, el rival. Otelo siente celos de Desdémona, no de su rival. Hacia su rival sentirá odio o en todo caso envidia, por ser el preferido.
En la envidia no tiene por qué darse esa estructura triangular. Se puede envidiar a una persona sola, con independencia de lo que haga, por el hecho de existir, de triunfar. El caso del niño celoso se presta a equívocos porque se da, en efecto, un triángulo, a saber, el que forma con su hermanito y con sus padres. Pero lo correcto sería decir que el niño siente envidia de su hermanito, y celos de sus padres, de cuyo amor desconfía. El hermano le ha destronado, le priva de lo que cree merecer.
Hay una diferencia más. Según los psiquiatras, los celos pueden derivar en alucinaciones, en ver como reales cosas que no lo son, lo que supone una enfermedad seria. Esto no le sucede al envidioso que, volvemos a los clásicos, se limita a andar “consumido, con aspecto torvo, y semblante amarillo”. Como dijo Quevedo, “la envidia está amarilla y flaca, porque muerde y no come”.
Modificado de José Antonio Marina

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