domingo, 2 de diciembre de 2007

¿Sentido?

Al abrigo de cuatro paredes, desesperando a las palabras, yacía el cadáver de un hombre vivo. Era Eduardo Montesinos y su único refugio era negarse a vivir. Ante el más aterrador vacío, un único movimiento restaba: vaciarse de sí mismo. Andaba camino de lograrlo. Depresión. Hay que darle nombre. Curanderos con título otorgándote fórmulas mágicas del buen vivir a cambio de 50 euros la hora. Para los más avispados, se trata de ir tan solo a la sección de autoayuda de una librería cualquiera y comprar la paz interior por 10 euros. Si la cosa se pone jodida, pastillas contra el mal del alma en una farmacia… previa receta del camello-psiquiatra de turno. Si se pone la cosa realmente jodida, una adicción cualquiera es la única vía posible. Pero Eduardo no podía acudir a los mercachifles del dolor. No era escasez de cash, era sobreabundancia de análisis, su puta manía de despejar la incógnita en toda ecuación vital. El mundo acababa desnudo, desprovisto del sentido que nunca tuvo y él, como buen último hombre, era incapaz de generar un nuevo sentido por sí mismo, ni siquiera estaba capacitado para abandonarse a la estupidización de repetirse cada mañana ante el espejo: eres el mejor, eres el mejor, eres el mejor,… Hiperconciencia, mala compañera. Aún queda otra vía, el sinsentido.

Era Eduardo Montesinos y su vida una auténtica mierda; lo que le diferencia del resto es que él era consciente de ello. Personas. No puede escupirles a la cara y gritarles el asco que le dan, el asco que se da. Atrapado en la mierda, nada a contracorriente. Indigno gesto heroico cuando la corriente te lleva hacia ti y tú te alejas porque te espanta nadar libre en el océano. Una persona llama pasadas algunas horas desde que se levantara temprano aquella mañana de sábado - horas interminables de sufrimiento plegadas en una delgada línea de conciencia del mundo- Todos ríen alrededor de unas cervezas. Una mueca por sonrisa: la brecha por la que asoma una orgía desesperada de dolor. A pesar de todo ello, la soledad que le atraviesa se digiere mejor en compañía algunas veces: el ruido es buen aliado, no permite que te escuches. Eduardo sabe perfectamente que la vida se ha llenado de ruido para evitar que la gente tome conciencia de su asquerosa existencia. A diferencia de la mayoría, él utiliza el ruido de un modo selectivo. Es un buen momento para ubicarse entre tres extraños conocidos en la infancia, hablar de cualquier tema sin conocimiento de causa, mostrar emociones fingidas, intereses inventados,… Toda esa impostura es parte del mismo juego, todos jugamos, unos se aprovechan de las reglas, otros las sufren, algunos se rebelan,… Nadie gana. Sentado entre todos, hablan y hablan hasta que su hablar se convierte en un ruido insoportable. Su cabeza está a punto de estallar. Hay que huir. Excusas: el lenguaje que todo el mundo habla, el que todo el mundo entiende. Regreso a casa por el camino largo. Se detiene en cada uno de sus pensamientos, los recrea, los vivencia, compulsivamente, una y otra vez, su cabeza gira entorno al mismo eje. El sinsentido es la única salida.

Él era Eduardo Montesinos y su última relación amorosa había fracasado. Esa es una causa común de diversos males anímicos, demasiado común, pero él sabía perfectamente que una cosa es el detonante y otra el explosivo. Curiosa asociación: el inconsciente trapichea con tan endemoniada concatenación de ideas. Ella, llena de lenguaje bifurcado, le hizo entrar en un estado de esquizofrenia agónica, zozobrando a la deriva, funambuleando por la delgada línea que separa realidad de lenguaje. Ella, aparentemente único sentido de la vida, dejó de serlo en el mismo momento en el que dejó de ser misterio. Aletheia, Physis, Logos,… La Verdad se muestra como una luz cegadora cuando se destapa ante la conciencia; una vez te habitúas a ella, respiras el horror al vacío: el alumbramiento ha dado paso a la oscuridad, la luz es la noche. La única verdad es que no somos nada, pero nuestro nada se despliega en el infinito. Aún peor, somos la Nada Infinita, ambos absolutos se contraen en el mismo centro de nuestro querer vivir. En este pensamiento se hallaba inmerso al ver una ferretería, justo a su altura, en la acera de enfrente. Cruza la calle, entra taciturno, no saluda, cree que le va a temblar la voz cuando se vea obligado a hablar, coge lo necesario, lo muestra al dependiente, éste le cobra. “Bien” piensa, “sin palabras”. Llega a casa, su refugio y prisión. Sigue las instrucciones una a una. Mientras trabaja, no piensa, y eso le reconforta. Quedan pocas horas. El sinsentido es ya el único sentido posible.

Su nombre era Eduardo Montesinos y se había prometido a sí mismo no entrar jamás a un centro comercial. Odiaba la idea de confinar el ocio y el abastecimiento de las necesidades, básicas o no, en un recinto pensado como un circuito cerrado para consumidores compulsivos descerebrados: Siempre los asociaba a campos de concentración. Ahora se veía ahí, con un carro de la compra lleno, y no podía evitar esbozar una media sonrisa tan nerviosa como irónica. Observa fríamente a todas las personas que se cruzan a su paso, sabiéndose poseedor de la conciencia de mundo de la que ellos carecen. Esto le alienta. Él ha visto al mundo, ha visto a la Vida, la ha mirado fijamente a los ojos, de tú a tú, pero ha perdido el pulso, no está a su altura, y, súbitamente, donde había habido cierto orgullo, todo se torna desesperación. En ese instante, siente odio hacia todos ellos, los odia intensamente, siente aversión por su ignorante felicidad. Aunque, secretamente, los envidia.

Todos sus conocidos creen saber cómo era Eduardo Montesinos, una imagen perfecta de la bondad, la honestidad, la amistad,… y todos esos valores que se supone debe tener una buena persona, un referente, forjado a fuego y hierro candente, de las relaciones sociales. Será porque hablaba poco. Todos creían en él, pero nadie se había asomado a su alma, nadie había visitado su infierno. Él había renegado de casi todos ellos, de un modo discreto, sin hacer ruido. No se sentía capaz de quitarse las cadenas, no tenía destreza emocional para ello.

Se dice a sí mismo “Soy Eduardo Montesinos y…” pero ya es incapaz de pensar. Todos sus músculos se tensan. Un sudor frío recorre su frente. Está paralizado en una inmensa cola de hipermercado un sábado por la tarde. Nota, detalladamente, cada arrebato de su cuerpo, su sistema nervioso actuando paso a paso, todos sus componentes en movimiento: células, neuronas, conexiones neuronales, impulsos eléctricos, materia gris, músculos… Un movimiento. Sólo un movimiento. Algunas imágenes se agolpan en su mente y cortan el impulso. Pero no cede al chantaje del miedo, esta vez no. Aprieta. Detonación. Muerte.

Los programas cortan su emisión para dar la noticia: “…al parecer se trata de un hombre llamado Eduardo Montesinos y habría hecho detonar aproximadamente 1 Kg. de explosivo que llevaba pegado a la cintura. Habiendo consultado con fuentes policiales, éstas indican no haber hallado indicios de una posible conexión de esta persona con redes terroristas…”.

Herminia, sobresaltada ante la noticia, se pregunta con un grito ahogado: “Dios mío. ¿Qué sentido tiene hacer una barbaridad así?
Jacobo, casi sin inmutarse, responde: “¿Sentido?”.

Rubén Bravo