jueves, 6 de noviembre de 2008

¿Qué es la identidad? (I)


Hablar de la identidad es casi tan difícil como hablar de la personalidad, se trata de un concepto intuitivo que procede de nuestra conciencia recursiva y que tiene que ver con la teoría de la mente, es decir con la existencia de procesos metacognitivos que tienen relación con el devenir histórico del Si- Mismo. Todos tenemos conciencia de ser los mismos a pesar del paso del tiempo y a pesar de haber cambiado. Esta paradoja se explica por ese sentido de continuidad que llamamos el Yo, a partir de ese constructo llamado identidad que permanece estable a pesar de sus necesarias mudanzas, algo parecido a lo que sucede con el carácter y al constructo que lo anima, el rasgo, en oposición al estado que es algo que “nos sucede”, una especie de ruptura en el devenir vital mientras que el rasgo es algo que nos acompaña con matizaciones desde el principio hasta el fin de nuestra vida. El rasgo puede ser pues uno de los cementos que sostienen la identidad y probablemente lo que lo hace tan resistente a la extinción. Sorprendentemente los estados patológicos oscurecen los rasgos premórbidos de tal manera que durante determinados estados graves el rasgo, es decir el carácter parece disolverse, desaparecer o de alguna forma modificarse.
Tambien la edad, el paso del tiempo, consigue difuminar, en este caso caricaturizar, determinados rasgos previos. Todo parece indicar pues que el carácter es mudable al mismo tiempo que se mantiene firme por decisión del Yo. Los rasgos serían como las vigas de la personalidad, su estructura central.
Teóricamente sabemos que la identidad se construye a partir de un núcleo indiferenciado que se rellena a partir de las primitivas identificaciones precoces con nuestros progenitores, algo que solo sabemos teóricamente porque de esas identificaciones no tenemos ninguna noticia más allá de la observación de bebés y de la teoría del apego que le sirve de soporte y que efectivamente nos permite clasificar determinadas conductas y a suponer un efecto psíquico determinado; sin embargo la íntima composición intrapsíquica de estas primitivas identificaciones son absolutamente desconocidas y sólo suponemos que existen a partir de ciertos constructos teóricos como el de Bowlby.
Usualmente nuestra identidad cognitiva está compuesta de una amplia amalgama de hechos memorizados; nuestro cuerpo y nuestro nombre, nuestra profesión y nuestro entorno facilitan las cosas al embrollo que plantea la pregunta ¿Quién eres?. Más allá de algunos lugares comunes, hábitos, costumbres, creencias y actividades nadie sabría contestar a esa pregunta, lo que parece señalar que se trata de una dificultad parecida a la que se nos plantea cuando tratamos de discriminar qué es carácter y qué es una enfermedad crónica que se establece sobre la personalidad entera y llega a un oscurecimiento o borramiento de la diferencia. Todo parece señalar en la dirección de que cualquier identidad es ilusoria, y que se establece sobre un montón de creencias, metapreferencias e identificaciones secundarias que van surgiendo sobre la marcha del devenir y que tienen mucho de accidentales o casuales aunque siempre sean intencionales, pues no hay acto volitivo sin intencionalidad. Lo que es cierto es que construirse una identidad propia y fuerte, desgajada del común correlaciona con un buen estado mental al menos en nuestro entorno, casi tanto como poseer una buena inmunidad y resistencia a las infecciones. Por el contrario aquellas personas que no han logrado establecer una sólida identidad se enfrentan -al menos en nuestra cultura- a riesgos psiquiátricos múltiples que proceden de un sentimiento de ineficacia y a un bajo autoconcepto que tiene su origen en el fracaso de una diferenciación con los demás.
Esta diferenciación con los demás comienza en el mismo lugar donde se estableció el apego, fundamentalmente en la familia y representa un conflicto difícil de superar. Diferenciarse de los padres a los que se ama y se necesita es vital para un adolescente y una tarea llena de obstáculos aunque inevitable porque se trata de encontrar un lugar en el mundo (ser-en-el-mundo), una diferenciación clara de los otros (Yo-no-Yo) y una identidad sólida, lo que significa llegar a ser alguien único e irrepetible. Este hecho por sí mismo ya nos señala que son precisamente los adolescentes, los sujetos que enfrentan esta dificultad, aquellos que representan un grupo de riesgo para los trastornos de identidad, aunque no son los únicos porque en todas las transiciones del devenir vital se pone en juego nuestra identidad con independencia de la edad.
(Continuará)