sábado, 19 de septiembre de 2009

Demasiada felicidad


Nunca he tenido la certeza de vivir en un solo mundo, la tranquilidad de una sola pertenencia indudable. Creo que en parte ése es el destino de muchas personas de mi generación y de mi clase social. Nos hicimos adultos en un mundo que se parecía muy poco al de nuestra infancia. El instituto, la universidad, nos dieron unas posibilidades de progreso social que habían estado cerradas para nuestros padres, pero también confirmaron nuestra extrañeza. Durante el curso éramos universitarios, pero en las vacaciones volvíamos al campo, y el resultado era que ni en el tajo ni en la facultad nos sentíamos del todo en nuestro sitio. Los pasos avanzados no eran irreversibles: el fracaso en un curso, un revés económico en la familia, la pérdida de la beca, nos podían devolver al punto de partida, a la necesidad de trabajar con las manos o de resignarnos a una colocación sin lustre en nuestra provincia. Uno se iba, y antes de irse soñaba con hacerlo, y ese sueño ya lo situaba a una cierta distancia de lo que tenía alrededor. Pensábamos que estábamos divididos entre el mundo antiguo del origen y otro mundo del presente en el que a pesar de todo éramos ciudadanos. Si teníamos un trabajo aceptable, soñábamos con otro, en el que podríamos manifestar nuestra vocación verdadera. Si vivíamos en una ciudad, el descontento íntimo o tan sólo el hábito de la imaginación nos hacían desear irnos a otra, siguiendo el precepto de Rimbaud de que la vida siempre está en otra parte. Los espías de Le Carré, de Chesterton y de Graham Greene eran nuestros héroes morales: gente que parece irreprobablemente una cosa y resulta que es otra, un profesor que cuida las colecciones de arte de la Reina de Inglaterra pero que también es espía soviético, un detective que se disfraza tan por completo para investigar un crimen en el mundo del hampa que podría ser con éxito un asesino o un ladrón, el jefe de una logia secreta anarquista que en realidad es el policía infiltrado para desbaratarla, etcétera. Yo trabajaba en una oficina pero en mi otra vida era un novelista, aunque nadie lo sabía. Publiqué una novela y la escisión, en vez de remediarse, se hizo todavía más profunda. Tomaba un tren o un avión para ir a Madrid a algún encuentro literario y me sentía tan raro entre mis hipotéticos colegas como un funcionario municipal que se ha equivocado de reunión. Pero volvía a Granada y a mi oficina y entre los demás funcionarios me sentía más raro aún. Y en ambos lugares me veía rodeado de gente que parecía tener una idea mucho más sólida de su posición en el mundo. Habían publicado una sola novela en una editorial pequeña y ya hablaban con la suficiencia, con el vocabulario y el aplomo que uno imaginaba propios de los novelistas profesionales. Llevaban menos tiempo que yo trabajando como empleados municipales pero ya se les veía asentados en la seguridad, en el sosiego de las costumbres regulares y los trienios futuros.

Yo pensaba que sería una cuestión de tiempo, de madurez. Pero el sentimiento de incertidumbre y provisionalidad me ha seguido acompañando en cada sitio donde he estado, en cada cosa que he hecho. Cobra otras dimensiones con el paso de los años. De joven tenía una idea más heroica de la vocación literaria, que convertía cada libro nuevo en una especie de fatalidad, el fruto de un arrebato cuya misma vehemencia era su justificación y de algún modo excluía la posibilidad del error. Ahora sé que ni el esfuerzo de los cinco sentidos ni la disciplina ni la convicción ni la experiencia bastan muchas veces para salvarlo a uno de la equivocación, y que se puede fracasar y tener éxito al mismo tiempo, y que el significado de cada una de esas dos palabras puede ser tan tramposo, tan equívoco, que más vale no usarlas.

Una mañana de septiembre me encuentro de vuelta en la Morgan Library de Nueva York y otra vez noto la discordia entre dos mundos, la imposibilidad de instalarme tranquilamente en uno solo. En las vitrinas, en las paredes, está el mundo antiguo del papel, que hasta hace muy poco, no mucho más de diez años, parecía que fuera a durar para siempre: una carta mecanografiada de T. S. Eliot a un amigo suyo, con fecha de 1928; un cuaderno de bocetos de Edgar Degas; la primera carta, a lápiz, con membrete de un hotel, que le escribió Oscar Wilde a lord Alfred Douglas; un pequeño cuaderno en el que William Blake copió esmeradamente sus Songs of Innocence; unas cuartillas de líneas a lápiz muy separadas entre sí que contienen el borrador de un cuento de Ernest Hemingway, así como una lista garabateada de tareas domésticas; la carta en la que Van Gogh invitaba a Gauguin a unirse a él en Provenza y le dibujaba el boceto del cuadro que acababa de pintar, que era el de su habitación; el manuscrito de letra apretada y muy pequeña de un poema de Dylan Thomas; una carta en la que Henry James defiende con vigor la inocencia del capitán Dreyfuss y declara su admiración por la valentía de Zola; el telegrama en el que Puccini anuncia al editor Ricordi el éxito de un estreno.

Palabras escritas con tinta o lápiz sobre papel, hojas en las que perduran los dobleces con que fueron guardadas en sobres, confiadas al correo, recibidas con expectación o sorpresa, trayendo consigo no sólo su contenido literal sino también el roce de las manos de alguien, el rastro de su saliva en el pegamento del sobre: la sugestión de presencia de una caligrafía, tan reconocible y singular como una voz. Muchos de nosotros hemos vivido en ese mundo, que terminó hace nada, que para los más jóvenes es tan antiguo como las locomotoras de vapor: ahora estamos en éste, y nos hemos habituado razonablemente a él, y ya no sabemos vivir sin la instantaneidad del correo electrónico. Pero qué bien nos acordamos de la parte de aventura y de tarea material que había en escribir cartas, de la impaciencia de la espera, del instante en que reconocíamos una escritura deseada en un sobre. Nos da vergüenza la tentación de la nostalgia. Yo me conmuevo leyendo la nota apresurada de Oscar Wilde al hombre joven que no sabe que le traerá la ruina, pero un momento después he notado la vibración del Blackberry y ya estoy sacándolo subrepticiamente del bolsillo para saber quién me ha escrito, para leer la carta intangible que ha tardado unos segundos en llegar a mí, cruzando medio mundo.

Salgo luego a la calle, y como es temprano para la cita del almuerzo me siento en un banco de un pequeño parque a tomar el sol suave de septiembre leyendo el último libro de Alice Munro. El título resuena inesperadamente en mi estado de ánimo: Too Much Happiness. A veces es posible sentir demasiada felicidad. En el banco, a la una de la tarde, entre indigentes adormecidos y madres jóvenes que hablan por el móvil, leyendo al sol a Alice Munro -papel y tinta olorosa, encuadernación firme entre las manos-, me encuentro del todo en mi lugar.


Antonio Muñoz Molina