domingo, 28 de marzo de 2010

Reivindicación de la alegría


Es muy importante que un hombre sea alegre, no insensato, pero alegre. Trato de contárselo a mis hijos todos los días y algo me dice que lo entienden. La alegría es la causa fundamental de la existencia, y eso no hay Dios, por triste que sea, que lo refute. La risa sujeta cosas que el llanto no es capaz de sujetar ni reparar. La alegría se formula a poco que la dejes, como la razón fundamental del alma. Y sin embargo tiene muy mala fama.

Quizá sea por eso por lo que la alegría se haya convertido en el sentimiento más atacado, más acotado, más amenazado, menos apreciado de entre todos nuestros sentimientos. Cualquier razón, por siniestra que sea , parece tener más derechos en nuestro mundo que la pequeña y noble razón de la alegría.

Se asocia con frecuencia un corazón alegre con una conducta irresponsable, casi como un insulto a nuestros semejantes, mientras se respeta y se halaga una personalidad sombría, desconfiada, entristecida, adecuada a la desgracia que sin duda nos rodea. Y sin embargo el alma suele buscar por sí sola motivos para la alegría a sabiendas de que difícilmente caminará un paso más sin ellos. El encanto de un camino, de cualquier camino, depende más de la disposición que del paisaje, o del encuentro, o de la suerte. Podríamos decir que la disposición es propia de nuestra naturaleza mientras que el accidente (positivo o negativo) es un asunto del camino.

Poco tiene que ver la alegría que un alma necesita con el triunfo o la ganancia, ni siquiera debe asociarse a un loco optimismo, ni desde luego se formula desde la supremacía de nuestras causas sobre las causas de los demás; digamos que es más bien un estado de ánimo natural que no requiere de demostraciones, ni metas, ni logros, una mera y no dañina buena fe. Por el contrario, si se desestima la importancia de conservar o cultivar un espíritu alegre, nada de lo que se consiga vencerá a la tristeza acumulada, a eso que llamaba Thomas Bernhard el verse preso en la infelicidad.

No deja de ser curioso que entre lo nuestro nos veamos a menudo sometidos a las exigencias de la felicidad (o a la amenaza de su contrario), mientras se ignoran las potencias fundamentales de la alegría.

Los instrumentos que se nos ofrecen para alcanzar la plenitud: alargadores de penes, correcciones dentales, implantes mamarios, aseguran nuestro sufrimiento, cuando no una certera humillación, además de someternos al dolor de cambiar lo propio por el aspecto de lo ajeno. Lo cual hará sin duda que sea lo que sea lo conseguido resulte casi imposible reconocerlo como una necesidad y por tanto como un premio. Es difícil precisar cuánto de lo que nos exigen puede considerarse un triunfo personal, cuánto de lo que no somos en realidad se puede ver compensado por el dudoso mérito de haber renunciado a la íntima alegría a cambio del reconocimiento ajeno.

Sorprende comprobar a diario que lo esencial en la búsqueda de la felicidad reside precisamente en renunciar a lo esencial de lo único en beneficio de lo banal de entre lo común. Al individuo que imagina su causa se le censura antes que al individuo que se suma a la apariencia de la causa general y así el don de la alegría, que es natural en la infancia, se va comprometiendo en la causa exigente y despiadada de la felicidad adulta.

El resultado de este cálculo erróneo es la ansiedad, la tensión, la muerte del juego.

Lo que sucede con el alma es que guarda causas que la realidad ignora, y a veces entre esas causas y las libertades que precisa para desarrollarlas, el alma, a pesar de todo y contra todo, se sujeta.

Intuyo que Pep Guardiola protege más a Messi de las amenazas de la ansiedad que de las patadas de los rivales, porque entiende que el juego precisa de la alegría.

En el Real Madrid, en cambio, se pica la carne del sueño de cualquiera hasta convertirlo en una monstruosa pesadilla.


Ray Loriga