miércoles, 3 de octubre de 2007

Educación sentimental (III)


Parece muy brutal convertir el amor en un deseo, pero no es así, porque hay deseos generosos y espirituales. Por ejemplo, los padres desean que sus hijos sean felices y están dispuestos a sacrificarse por ello. Podemos hablar de amor al dinero, a la fama, a un perro, a una tierra, porque estamos hablando de distintas clases de deseo.
Lo importante, al referirnos al amor a una persona, es saber qué tipo de deseo encierra. Por eso la pregunta definitiva no es "¿qué sientes por mí?", sino "¿qué desearías hacer conmigo?". Puedo desear disfrutar sexualmente de una persona, aunque sea una desconocida, y decir que eso es amor. Puedo desear comunicarme con ella, intimar, conversar, compartir actividades y sentimientos. También puede llamarlo amor. Y también puedo, y debo, llamar amor al deseo de que la persona amada sea feliz, a que esa felicidad sea un componente real de mi felicidad, y al deseo de que la otra persona sienta lo mismo. Es, en efecto, un tipo de altruismo egoísta, o de egoísmo generoso, que supone satisfacción y que impone sus propios deberes. Muchos de mis alumnos piensan que el amor es incompatible con los deberes. Si lo hago por deber, no lo hago por amor. Esa es una tontería peligrosa. El amor tiene sus propios deberes, como la navegación a vela. Una vez elegido el rumbo, debo hacer las maniobras necesarias para conservarlo.
Creo que este deseo de felicidad con dos centros –como la elipse– entró en el universo con el amor maternal. De hecho, la etimología de "amor" nos remite al indoeuropeo "amma" (madre). Y creo también que, deslumbrados y confortados por ese afecto, los humanos decidieron transferirlo a otros deseos; por ejemplo, al amor sexual. La ternura es un sentimiento hacia lo pequeño, hacia lo que nos conmueve por su vulnerabilidad y su gracia. Pues bien, hemos intentado extenderlo al amor sexual, que es adulto y bastante bronco en su origen. No me extraña que los enamorados se aniñen un poco e inventen lenguajes infantiles para expresarse su ternura, ni tampoco que entre los wiru de Papúa Nueva Guinea, los enamorados se alimenten boca a boca –como hacen muchas madres con sus bebés–, y me parece maravilloso que tengan una palabra para expresar esta expresión amorosa: "yanku-petu".

Esos diferentes deseos pueden darse juntos, por supuesto. El deseo sexual, de intimidad, el de confianza, el de hacer feliz a la otra persona, se complementan en su nivel más alto, pero a veces no van juntos. Parece increíble tener que advertir a las parejas de que una cosa es quererse mucho y otra querer vivir juntos. La convivencia exige deseos específicos y competencias específicas también.

Al ser un deseo –y no un estado–, el amor es una actividad. En castellano indicamos este paso a la actividad con la palabra "querer", que es mucho más fuerte y ejecutiva. Todos podemos desear muchas cosas indolentemente. Hay una graduación que va desde el "me gustaría" y el "me apetece", al "yo deseo" y, más allá aún, al "yo quiero". El amor perezoso, que se basa más en promesas y ensoñaciones que en hechos, es un simulacro de amor.
(continuará)