
No escuchar es apresar y quedar apresado por las palabras enunciadas, no atender al sentido, ni a la orientación, ni a lo que persiguen, ni a lo que buscan, fijar lo señalado, bloqueándolo.
Hay sin embargo quien es capaz de tal cordialidad, de tal hospitalidad, de tal inteligencia, que se hace cargo del decir del otro y no solo de lo dicho, o de lo que dice. Escuchar es interesarse por el quién del otro, por lo que le constituye y le hace singular. Para ello hemos de no dar por supuesto, ni anticiparnos a lo que dice, suponiendo lo que quiere decir. Se precisa una suerte de puesta en suspenso, hacer un silencio que acalle los ruidos y abrirnos generosamente al decir de los demás.
Así que la atenta escucha empieza por preocuparse u ocuparse de los otros, por interesarse por su vida y sus acontecimientos, más que por el cúmulo de incidentes que la componen. No se trata de ignorarlos, sino de recibir sus efectos, de considerar en qué modo afectan o constituyen la libertad o el gozo de alguien. Abrazar su peripecia de vida, sus avatares, venturas y desventuras es la forma primordial del escuchar. Cuando eso sucede, no nos limitamos a interesarnos por lo que cuenta, sino por él, por ella.Por eso es tan hermoso no solo escuchar al otro, sino escuchar conjuntamente con él algo otro, orientar el oír en la dirección de un atender, un responder, un corresponder y quizá, incluso en silencio, dejarse afectar y sentir, que es un oír con olfato, lo que pasa y lo que podría llegar a ocurrir.
La atenta escucha accede también a lo que aún no ha pasado y, es más, lo hace suceder. Es otra forma de habitar el tiempo, sin prisa. La voz de otro nos llega y acaricia, nos altera, nos susurra, nos interpela y en nuestra escucha se hace palabra. Escuchar es un modo supremo del querer.
Ángel Gabilondo
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